sábado, 3 de noviembre de 2007

Yad Vashem i Amos Oz, Premis Príncep d’Astúries

El 26 d’octubre passat va tenir lloc a Oviedo el lliurament dels Premis Príncep d’Astúries 2007. A l’edició d’enguany entre els guardonats hi ha el Museu de la Memòria de l’Holocaust de Jerusalem, memorial Yad Vashem –premi a la Concòrdia- i l’escriptor israelià Amos Oz –premi de les Lletres-. Podeu llegir el discurs del director del Yad Vashem en aquest enllaç (castellà / hebreu), i el d’Amos Oz aquí.
La cerimònia va comptar amb un sentit homenatge a les víctimes de l’Holocaust, que es va reflectir en un emotiu minut de silenci i en el fort aplaudiment als representants dels supervivents i dels Justos entre les Nacions. Cal destacar que entre ells es trobava el nostre company de junta de l’Entesa Judeocristiana de Catalunya, Sr. Jaime Vándor.
Ell i els altres representants dels supervivents van participar en els actes previs a la cerimònia de lliurament, com ara la V Edició de l’Aula Internacional de Periodisme Yad Vashem, durant la qual van poder exposar les seves vivències personals a l’Holocaust. Des d’aquí els enviem una càlida abraçada i els felicitem pel just guardó rebut.


El pasado 26 de octubre tuvo lugar en Oviedo la entrega de los Premios Príncipe de Asturias 2007. En la edición de este año entre los galardonados está el Museo de la Memoria del Holocausto de Jerusalén, memorial Yad Vashem –premio a la Concordia- y el escritor israelí Amos Oz –premio de las Letras-. Podéis leer el discurso del director del Yad Vashem en este enlace (castellano / hebreo), y el de Amos Oz aquí.
La ceremonia contó con un sentido homenaje a las víctimas del Holocausto, que se reflejó en un emotivo minuto de silencio y en el fuerte aplauso a los representantes de los superviventes y de los Justos entre las Naciones. Hay que destacar que entre ellos estaba nuestro compañero de junta de la Entesa Judeocristiana de Catalunya, Sr. Jaime Vándor. Él y los demás representantes de los supervivientes también participaron en los actos previos a la ceremonia de entrega, como la V Edición del Aula Internacional de Periodismo Yad Vashem, durante la cual pudieron exponer sus vivencias personales en el Holocausto. Desde aquí les mandamos un cálido abrazo y les felicitamos por el justo galardón recibido.

lunes, 15 de octubre de 2007

Religiones por la Paz

Un audio visual que nos recuerda la labor del fallecido papa Juan Pablo II artífice junto con el rabino de Roma: Elio Toaff de la primera visita de un papa a una sinagoga. El documental recoge emotivas imágenes del encuentro y de la visita del este papa al "Muro de los Lamentos" en Jerusalén, dónde siguiendo la tradición depositó un papel en las grietas del muro, resto que queda en pie de la pared occidental del Templo destruido por los romanos en el año 70


domingo, 30 de septiembre de 2007

Properes conferències

Les conferències mensuals que organitza l'Entesa Judeocristiana aquest trimestre són les següents:

  • Dimecres, 31 d'octubre. "El papel de los abuelos en la familia", a càrrec de M. Aurora De Santiago Muñoz, psicòloga.
  • Dimecres, 28 de novembre. "Què tenen de dolent el porc, el vi o el marisc? L'alimentació en el judaisme i l'islam", a càrrec de Dolors Bramon, historiadora.

Totes les conferències tenen lloc a les 19.45 a la sala Sant Jordi de la Facultat de Teologia de Catalunya, c/ Diputació, 231, Barcelona. Us hi esperem!

jueves, 23 de agosto de 2007

Requiem por Lustiger




Requiem Cardinal Lustiger
Uploaded by KTOTV



16 de agosto de 2007
CARDENAL JEAN MARIE LUSTIGER
http://judaicasite.blogspot.com/2007/08/cardenal-jean-marie-lustiger.html


Cardenal Jean-Marie Lustiger, q.e.p.d., conversando con el ex presidente del Congreso Judío Mundial, Edgar M. Bronfman, en la Asamblea Plenaria del CJM efectuada en Bruselas en enero de 2005.



CON EL FALLECIMIENTO DEL CARDENAL JEAN-MARIE LUSTIGER, EL PUEBLO JUDÍO PERDIÓ A UNO DE SUS MÁS ÍNTIMOS AMIGOS

Por Michael Thaidigsmann.

Bruselas y París (CJL-OJI) –

El Congreso Judío Mundial declaró que el cardenal francés Jean-Marie Lustiger, quien falleció el domingo 5 de agosto a los 80 años, víctima de un cáncer, “será recordado por muchos en el mundo judío, como un pionero del diálogo cristiano-judío”.“El Cardenal Lustiger nació judío. Su madre pereció en Auschwitz. Él siempre conoció lo que el antisemitismo, la persecución y el odio significaron para el pueblo judío y luchó infatigablemente contra ellos. Esta es la razón por la cual va a ser recordado por muchos en el mundo judío”, declaró Maram Stern, vice secretario general del Congreso Judío Mundial, en una declaración que emitió en Bruselas al día siguiente de su deceso.Añadió Stern que “junto con el finado Papa Juan Pablo II, el cardenal Lustiger contribuyó a fortalecer el diálogo y una mejor comprensión entre católicos y judíos, tanto a nivel personal como institucional. Sus esfuerzos representan un luminoso ejemplo para quienes procuran respeto mutuo y concordia entre religiones y culturas”. En enero de 2005 Jean-Marie Lustiger fue el primer cardenal en haber hablado jamás ante una asamblea plenaria del Congreso Judío Mundial, realizada en Bruselas.Maram Stern agregó que “echaremos mucho de menos el poderoso intelecto, la visión y cálida personalidad del cardenal Lustiger. El mundo cristiano ha perdido a una de sus más grandes personalidades. Francia ha perdido un gran líder moral y espiritual, y el mundo judío a uno de sus amigos más cercanos “.Moshé Kantor, presidente del Congreso Judío Europeo (CJE), con sede en París, declaró por su parte que “el mundo acaba de perder a una gran conciencia humana”. “Hombre de fe, de convicción y de memoria, el cardenal Lustiger portó valores que enriquecieron su pensamiento y sus acciones y marcaron profundamente al diálogo interreligioso. Él contribuyó significativamente a los encuentros europeos entre católicos y judíos iniciados por el Congreso Judío Europeo”, manifestó Kantor en una declaración que formuló el CJE.Nacido judío.El presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, anunció el deceso de Lustiger en una declaración especial. Había sido una de las personalidades católicas más influyentes del país. Falleció en una clínica médica en la cual fue internado en abril pasado.Lustiger, cuya madre, una inmigrante judía de Polonia pereció en Auschwitz, fue elevado al cardenalato por el Papa Juan Pablo II y se desempeñó como arzobispo de París durante 24 años antes de declinar esta función en 2005.Nació como Aarón Lustiger en el seno de una familia judía polaca que vivía en París. Su familia, para escapar de la persecución y la miseria, emigró a Francia y se instaló en París, procedente de la aldea de Bendzin, en la región polaca de Silesia. El abuelo de Lustiger, tambén de nombre Aarón, era rabino y vivió en Francia desde antes de la Primera Guerra Mundial. Los padres de Lustiger trabajaban un taller textil y dieron a sus dos hijos una identidad judía, La madre de Lustiger, Gisèle, finalizo sus días deportada y asesinada en Auschwitz. Durante años el padre de Lustiger, Charles, se negó a aceptar la nueva religión adoptada por su hijo.Fue en aquel entonces que el joven Aarón descubrió el antisemitismo, según relató después a través de los relatos de sus padre y de la literatura. Pero él no estableció causalidad alguna entre el antisemitismo y la fe cristiana.Debido a la ocupación nazi, la familia Lustiger se retiró de París rumbo a Orleáns, en la “zona libre” francesa. Fue allá, a los 14 años, que Aarón decidió convertirse al cristianismo.Su madre fue denunciada a los nazis en 1942 por un vecino y deportada a Auschwitz, donde murió. Muchos miembros de la familia paterna también murieron en la Shoá. Pero Lustiger recién visitó Auschwitz en 1983.Cuando fue bautizado en agosto de1940, Lustiger conservó su nombre de Aarón, pero le añadió los de “Jean” y “Marie”.Con el transcurso de los años, se hizo amigo y confidente del Papa Juan Pablo II. En 1981 fue designado arzobispo de París y en 1983 cardenal. Incluso su nombre fue citado como posible sucesor de Juan Pablo II.Lustiger siempre insistía en que el ser cristiano no significaba que había renunciado a su identidad judía, y que él percibía a Jesús como “el Mesías de Israel”.Cuando asumió como arzobispo de París, declaró que “yo nací judío y permanezco como tal, incluso si esto es inaceptable para mucha gente. Para mí, la vocación de Israel es traer luz a los goim. Ésta es mi esperanza y yo creo que el cristianismo es la herramienta para lograrlo”.Tropezó con la oposición de la comunidad judía, que no comprendió ni aceptó su conversión. Fue blanco de muchas discusiones y altercados con su amigo Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto y ganador en 1986 del Premio Nobel.Pero a pesar de todo esto, Lustiger desempeñó un importante rol en el diálogo entre cristianos y judíos. Fue sumamente importante su intervención en los esfuerzos para hallar una solución al problema de los carmelitas polacos que se habían instalado en dependencias del ex campo de concentración nazi de Auschwitz .El presidente Sarkozy expresó su pesar por la muerte de Lustiger, declarando que Francia acababa de peder “a una gran figura de la vida espiritual, moral, intelectual y por supuesto religiosa, de nuestro país”.Según Richard Prasquier, presidente del CRIF (Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia, organización-techo de los judíos franceses) y especialista en las relaciones con la Iglesia Católica francesa, Lustiger “estuvo entre los que hicieron lo máximo en pro de las relaciones entre católicos y judíos”.Lustiger fue uno de los autores de la “Declaración de Arrepentimiento” emitida por los líderes de la Iglesia Católica de Francia respecto de los judíos. Acompañó al Papa Juan Pablo II en su visita a Jerusalem en el año 2000.Por solicitud especial de dicho pontífice. él lo representó y habló en nombre suyo en las ceremonias que rememoraron el 60º aniversario de la liberación de Auschwitz.También, como queda dicho más arriba, fue el primer cardenal en haber hecho uso de la palabra ante una asamblea del Congreso Judío Mundial, que tuvo lugar en Bruselas.

(Fuente: Congreso Judío Mundial).

======================================================

Judío alegre y cardenal cristiano
Por Pere Bonnín

(Ultima Hora 17/08/07)

Cristianos y judíos rezaron juntos por el alma del cardenal Jean-Marie Lustiger, ex arzobispo de París, fallecido en un hospicio de la capital francesa a la edad de 80 años. Lustig es apellido judeoalemán que significa Alegre y Lustiger, muy alegre. Existe igualmente en España el apellido Alegre, cuyos portadores ignoran probablemente su ascendencia judía. Alegre también es el equivalente de Freud. Cuando los europeos antisemitas empiecen a averiguar su procedencia, se llevarán muchos chascos. La madre del cardenal Lustiger fue asesinada en el campo de concentración nazi de Auschwitz. Recuerden que el NSDAP, el partido nazi de Hitler, ganó las elecciones gracias a Pío XII, que ordenó la disolución del Partido católico, el Zentrums Partei, aconsejando al reverendo Ludwig Kaas, su presidente y amigo personal del Papa, que animase a los militantes católicos para que se afiliasen al partido nazi. Es posible que Lustiger lo supiera después de haberse convertido al catolicismo y haber hecho carrera en el seno de la Iglesia católica, porque trabajó incansablemente para reconciliar a católicos y judíos. Poco antes de su muerte, el cardenal pidió que fuese colocada una placa conmemorativa dentro de la catedral de Notre Dame con esta inscripción: “Nací judío. Recibí el nombre de mi abuelo paterno, Arón, me hice cristiano por la fe y el bautismo, y permanecí judío al igual que los apóstoles.” Estas palabras son una carga de profundidad contra los papas y los concilios antisemitas de la Iglesia católica, porque les niegan el derecho a llamarse “apostólicos”. Los apóstoles recordaban a su rabino (maestro) en cada cena del Sabat, convertida por los gentiles en la artificiosa misa canónica. Descanse en paz el cardenal judío en cualquier lugar donde el odio no ofusque la verdad.

domingo, 10 de junio de 2007

Conceptos erróneos entorno al Holocausto

Conceptos erróneos o debatidos en torno al Holocausto
========================================================
Conferencia pronunciada por Jaime Vándor

Facultat de Teologia de Catalunya, para la Entesa Judeo-Cristiana de Catalunya (30 de mayo 2007)
======================================================
Sras. y Sres.

Tendemos a ignorar las cosas desagradables, evitar los recuerdos penosos, desviar la vista de los espectáculos cuya contemplación nos desagrada, relegar los crímenes de la Historia a archivos sin luz ni aire, donde los contornos se borren y los colores estridentes se vuelvan pálidos.

Pero ese olvido, voluntario para una existencia más fácil, no nos hace más felices, sólo más superficiales, más inconscientes de nuestra responsabilidad como seres humanos. Ni es justo para con las víctimas del pasado, ni nos ayuda a evitar males futuros. Sólo el conocimiento y la perplejidad ante nuestras limitaciones y nuestros excesos nos pueden hacer recapacitar, y de forma permanente, acerca de la agresividad y la violencia que, una y otra, vez renacen en nuestras sociedades y que hacen peligrar nuestras vidas, y también la salud de nuestro espíritu, salud por la que entiendo la serenidad. Y si alguien se pregunta ¿yo qué puedo hacer? La respuesta es en primer lugar: conocer.
¿Por qué el título Conceptos erróneos o debatidos en torno al Holocausto? Se trata de analizar, remontarnos a algunos conceptos o hechos que a mi entender no quedan suficientemente claros en la conciencia pública, incluso a niveles muy ilustrados. Así, el mismo término Holocausto, muy discutido (Semprún califica su uso como obsceno); el concepto de víctima que demasiado a menudo da lugar a confusiones, lo mismo que el de superviviente; el problema de la responsabilidad y su alcance; la legitimidad del tema del Holocausto en las artes: literatura, cine, teatro, bellas artes, legitimidad recusada desde distintos ámbitos, etc. En todo esto no hemos de ver una curiosidad o inquietud meramente intelectual, se trata de atajar ambigüedades o enfoques equivocados que entrañan un manifiesto peligro.

1.
El primer punto, y seguramente el más largo, será: a qué llamamos Holocausto, qué diferencia hay entre Holocausto y genocidio, por qué el término es preferible al genérico Auschwitz, y qué pasa con el término hebreo Shoá.
La palabra genocidio es relativamente reciente. La empleó por primera vez el jurista judío polaco Raphael Lemkin en 1933, proponiendo a la Liga de Naciones que definiera el concepto genocidio como delito y legislara al respecto. Se llegó a ello tras la II Guerra Mundial y Lemkin [Polonia, 1900-EE.UU. 1959] formó parte de los redactores. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) que había sustituido a la Liga de Naciones en junio de 1945, reunida en París el 11 de diciembre del mismo año 45 definió el genocidio como la aniquilación (eliminación) total o parcial de un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Se incluyen como genocidas los que toman los acuerdos, en su caso legislan al respecto, así como los que ejecutan el delito, sea directamente, sea incitando al odio contra el grupo perseguido. [Para ampliar ver EJ, 7/ 409 y 11/11]
Dicho término –genocidio- no figura todavía en la legislación que contempló el primer Juicio de Nuremberg que había comenzado casi dos meses antes [18 de octubre], pero sí el concepto, bajo la denominación de los delitos tipificados como “crímenes contra la Humanidad”.
Aunque la palabra genocidio sea reciente, genocidios hubo siempre, a veces por prejuicios, por fanatismo religioso, ideológico o bien por conveniencias políticas, como la reiterada eliminación de los pobladores de determinada regiones o países para sustituirlos por otros (caso de las conquistas coloniales, por ejemplo en las Indias o en América del Norte). A menudo se cita como el primer genocidio de los tiempos modernos el de los armenios perpetrado por los turcos, especialmente entre 1915 y 1918. Pero anterior es, y demasiado olvidado queda, el de los negros del Congo Belga bajo el rey Leopoldo II de Bélgica, en las dos últimas décadas del s. XIX, con sus siete u ocho millones de muertos.
Ahora pasamos al Holocausto. Es un genocidio de características propias y que se ha producido por primera vez en la Historia. Se trata de un fenómeno del siglo XX que ha afectado no sólo a perseguidores y perseguidos, sino que ha puesto en entredicho los fundamentos mismos del progreso moral, habiendo evidenciado, inesperadamente, la casi nula influencia de una educación y de una civilización que se creían sólidamente cimentadas en la multisecular influencia de la religión cristiana. No es de extrañar, pues, que tal fenómeno nuevo esté produciendo una literatura igualmente nueva, interesante, comprometida y, por desgracia, nada halagüeña para la autoestima del género humano. El progreso moral ha quedado en entredicho. El Holocausto como “genocidio de características propias” ha afectado, entre otros, los estudios de psicología, ampliando el concepto de la permeabilidad del ser humano frente al mal, y su influencia tampoco ha sido ajena a la filosofía (el imperativo categórico de Kant puesto en entredicho por Adorno).
El Holocausto fue el intento de exterminio masivo y total de una minoría, de forma sistemática, planificada y organizada desde despachos ministeriales, y con el apoyo de todos los medios oficiales del país ejecutor -educativos, culturales, propagandísticos y militares-, así como con la colaboración de los hombres de ciencia. Para fomentar el odio necesario a sus fines, el régimen hitleriano empleó una pseudociencia basada en la pretendida superioridad de una raza, por supuesto la suya, sobre las restantes. Utilizó recursos psicológicos para la paulatina deshumanización de las víctimas, con objeto de evitar la posibilidad de su reacción y su autodefensa. Por cuanto precede, fue un tipo de genocidio que, repito, se dio por primera vez en la Historia. Así que conviene tener cuidado con la utilización del término. Emplear las denominaciones nazi u Holocausto fuera de contexto, para descalificar o denigrar, banaliza el concepto, convierte lo extraordinario, lo excepcional en cotidiano, relativiza el horror concreto, localizado y de género singular en algo generalizable, y por tanto negligible y trivial.
En otras palabras, y brevemente, toda masacre es el súmmum de lo inhumano, y lo es todo genocidio. Pero así como el Holocausto es un genocidio, no todo genocidio es un Holocausto.

Ahora vamos a examinar la palabra Holocausto. Se trata de un término de origen griego que designaba un tipo de sacrificio que los judíos de la Antigüedad ofrecían a Dios, y en la que la víctima, un animal, quedaba consumida íntegramente por el fuego [holos = todo, kaustos = quermado]. Como tal ofrenda, era un acto religioso que nada tiene que ver con el inconmensurable crimen de los nazis. Desde hace años existe una cierta moda purista de fruncir la nariz al oír holocausto por su origen religioso y por tanto improcedente. Son muchos los que prefieren el vocablo hebreo shoá, que ya en el Antiguo Testamento significaba destrucción, ruina, calamidad, y con el que el idioma hebreo actual designa el genocidio nazi. No tengo nada contra shoá, pero la sustitución no hace sino reemplazar un equívoco por otro, pues tampoco ese antiguo término hebreo, ajeno a los sacrificios religiosos, daba a entender en su tiempo nada parecido a los extremos a los que los perpetradores del Tercer Reich llegaron (e incluyo a los colaboradores muchas veces entusiastas de los países conquistados). Si el hecho es nuevo, no puede haber un término antiguo que lo hubiera cubierto.
Innumerables autores utilizan exclusivamente Auschwitz para designar la persecución y el exterminio nazis. Asi Günter Grass en sus reflexiones autobiográficas de 1990, tituladas Escribir después de Auschwitz o Enzo Traverso en su ensayo La historia desgarrad. El mismo subtítulo de esta obra, indispensable, reza Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales (en él Traverso estudia cómo reaccionaron algunas de las mentes más destacadas ante el hecho del exterminio, antes, durante y después). Decir Auschwitz entendiendo por él a la vez Dachau, Mauthausen, Treblinka, Majdanek, Bergen Belsen y Chelmno, y Belzec y Sobibor, y Buchenwald y Ravensbrück, etcétera, me parece una reducción engañosa, una simplificación que da a entender el todo por la parte. Si bien Auschwitz era el más mortífero de los de exterminio, había un centenar largo más de campos de concentración, y había los ghettos, entre ellos el de Varsovia con centenares de miles de víctimas, más las masacres tipo Babi Yar, y todas las matanzas u ocasiones para morir imaginables, o más bien inimaginables. Por otra parte, decir Auschwitz puede expresar, por extensión, la gran tragedia de los millones de condenados, pero deja fuera la ideología racista que dio origen y alimentó las persecuciones, y que hoy en día sí está detrás del término Holocausto.
¿Que Holocausto hoy está completamente alejado de su significado original? No por ello debe de sustituirse necesariamente este término por otro. Por varias razones. El lingüista lo que debe hacer es observar, consignar los usos y conocer lo que expresaba determinada palabra o giro en el momento concreto en que fue pronunciado o escrito. Por supuesto, puede desaconsejar o condenar, pero nunca ha de olvidar que la lengua es una cosa viva, la crean los pueblos, y no los puristas cuyas reprobaciones son ignoradas en la calle. Obviamente me refiero a lo respetables blasonados en los sillones de todas las Academias de la Lengua.
Una palabra significa una cosa durante una época, y otra época le da un sentido distinto. “Hecatombe” etimológicamente procede de un sacrificio solemne de cien bueyes [hekaton = cien, bous = buey]. Un “simposio” era una reunión de varios días para beber, de gente de una misma profesión [posis = beber, syn = juntos]. Tanto es así que el diálogo de Platón del mismo título se traduce por “banquete”. - En su día no se entendía lo que entendemos hoy por cínico, epicúreo, fariseo o vándalo, designaban conceptos respetables, palabras cuyo contenido ha cambiado con los tiempos. ¿Dónde quedan los significados originales de nevera, disco, coche, película? La nevera antiguamente era un sitio en el campo donde se guardaba la nieve. El disco entre otras cosas podía ser una joya o servir para el juego del discóbolo, por supuesto sin relación alguna con la música. El coche era un carruaje tirado por caballos, y una película una membrana. No es lo mismo un amante en una antigua novela caballeresca que en un vodevil del siglo XIX. En Galdós “hacer el amor” era cortejar a una mujer, hoy designa el acto físico.
Del mismo modo ¿cuántos de los que oyen hablar de holocausto piensan en su significado clásico? La palabra se ha impuesto, y su introducción por cierto es muy tardía: hasta finales de los años sesenta se hablaba de persecuciones de los judíos, o de “solución final”, expresión sancionada en la conferencia de Wannsee por los jerarcas nazis en enero de 1942. Durante décadas la voz holocausto no aparecía con su significado actual en ningún libro o enciclopedia. Ignoro quién empleó por primera vez holocausto para lo que hoy todos y en todos los idiomas entendemos por ello, pero está claro que faltaba un término específico para un concepto nuevo; no por otro motivo el vocablo se universalizó rápidamente, y a esto ya ningún lingüista local podrá poner coto. La difusión fue a raíz de un serie televisiva norteamericana de 1978 que llevaba Holocausto como título, basada en un guión de Gerald Green, serie que fue un revulsivo histórico en Alemania. No importa la etimología del término, pues no crea ninguna confusión: el nuevo contenido de la palabra ha borrado su significado original, clásico, por completo. Así lo ha entendido el mismo Enzo Traverso que ya no habla de Auschwitz para significar el genocidio nazi, pues considera que el término Holocausto se ha impuesto de una manera imbatible.

2.

Pasamos a otro tema, más conceptual que lingüístico: la definición de la víctima y del superviviente.
Se da el hecho siguiente: la inmensa mayoría de la gente, incluyendo a los intelectuales, cuando se habla de holocausto, piensa de inmediato en los campos de concentración, lo cual es una limitación indebida de la realidad histórica. Lo mismo pasa cuando se habla de víctimas: tendemos a entender por víctimas a los muertos.
La verdad es diferente: en rigor, el concepto de víctima, y por lo tanto de holocausto, es muchísimo más amplio. Víctimas del holocausto fueron no sólo los asesinados por gas o los muertos por inanición, debilidad, enfermedades, castigos o experimentos médicos, etc., en los Lager. También fueron víctimas, sin duda alguna:
1. Los transportados a los campos, en trenes, durante días, en vagones de ganado precintados, sin espacio, agua, aire, ni lugar para defecar, o bien los obligados a efectuar el camino a pie en las famosas “marchas de la muerte”, durante las cuales se mataba de un tiro a los rezagados o a los caídos por extenuación.

2. Víctimas fueron también los supervivientes de los campos que habían pasado en ellos meses o años, de tortura física y psíquica difícilmente descriptibles.
3. Los obligados a trabajar en fábricas o minas en calidad de esclavos, material utilizable mientras podían ser explotados provechosamente, material desechable cuando dejaban de estar en condiciones de producir.
4. Los varones en edad militar, enviados al frente del Este en destacamentos paramilitares, a menudo sin pertrechos ni la ropa adecuada. Utilizados para la recogida de minas, cavar trincheras, otras veces enviados a la primera línea como avanzadillas desarmadas.
5. Los hacinados en los ghettos, cercados y destinados a morir por inanición. Los ghettos, con excepción del de Budapest, eran finalmente destruidos y sus habitantes deportados o liquidados.
6. Demasiado relegados al olvido quedan las víctimas judías del frente del Este conquistado por la Wehrmacht, habitantes de poblaciones ucranianas, rusas, de los países bálticos, etc. Fueron exterminados masivamente por unos destacamentos especiales llamados ”Einsatzgruppen” (“grupos o comandos de carga”), con la colaboración de la policía o la gendarmería local. Por lo general eran fusilados junto a fosas comunes que les hacían excavar previamente; otras veces eran encerrados y quemados en sus sinagogas. Su número se calcula en 1.400.000.
7. También son víctimas, no importa que no sean mortales, los evadidos, sumergidos en la ilegalidad, que vivían escondidos o bien se hacían pasar por cristianos; los que pasaron mil penalidades hasta llegar a una frontera que traspasaban clandestinamente. En el caso de Suiza eran generalmente entregados de nuevo a los alemanes, cosa que no ocurría con los judíos que atravesaban los Pirineos.
8. Y finalmente, los suicidas. Muertes voluntarias, producidas a veces ante la inmediatez de la deportación, pero muchas otras también años o décadas después de terminada la guerra, como la de Paul Celan (1970), Jean Améry (1978) y Primo Levi (1987), para mencionar algunos nombres importantes precisamente para la elaboración literaria y el análisis de nuestro tema.

Sin embargo, la lista no se agota con lo enumerado. También son víctimas, a otro nivel, los centenares de miles que lograron emigrar a tiempo, pero que perdieron su patria, sus bienes y a una parte de sus familiares; los que tuvieron que renunciar a la continuidad de sus estudios, o bien a su profesión, al no poder ejercerla en el nuevo país de residencia. Entre éstos figuraban especialmente las personas ligadas profesionalmente o al idioma o al conocimiento de las leyes vigentes en su lugar de origen: así periodistas, académicos, actores, abogados, notarios, magistrados, docentes de todos los niveles, y toda clase de profesionales cuyas circunstancias no les permitían convalidar sus estudios en su nuevo destino.
En esta enumeración de las víctimas sería injusto olvidar que no sólo hablamos de judíos. Los gitanos, debido en parte a su cultura nómada, a sus costumbres, su carencia de medios y falta de tradición de estudios y escritos, no disponen de investigadores y de eruditos que rebusquen en archivos, recojan testimonios de historia oral y elaboren el cuadro numérico, geográfico, etc. del


holocausto sinti o roma. El número de gitanos exterminados por el nacionalsocialismo oscila, según las fuentes, entre 350.000 y medio millón. Nunca se sabrá el número siquiera aproximado, porque debido a su trashumancia, en su mayoría no estaban censados. Luego están los eslavos, moldavos, ucranianos, bielorrusos, polacos, lituanos, rusos que suman varios millones de muertos (sin incluir a los caídos en el frente). Los Testigos de Jehová, aunque fueran alemanes, como los opositores del régimen, comunistas, socialdemócratas. Los sacerdotes católicos y pastores protestantes, igualmente alemanes que se oponían al régimen desde el púlpito, sin respaldo alguno por parte de sus superiores. Los homosexuales, una minoría siempre considerable y expuesta. Los disminuidos físicos que eran eliminados como bocas inútiles, lo mismo que los enfermos mentales o los ancianos aquejados de demencia senil.
Ahora quiero dedicar unas palabras a las víctimas no sólo del régimen nacionalsocialista, sino a los que podríamos denominar “víctimas de su ideario”. Habría que preguntarse, hasta qué punto la persona que odia, tanto si perpetra crímenes en un sistema en que éstos son legales, como si no los comete, pero sí se siente partícipe de una ideología que le lleva a odiar, si esa persona no es también víctima, de su propio sentimiento que es una pasión destructora, y de su ceguera que le obnubila y le impide razonar serenamente. En el origen de esta pasión, el odiador es víctima de unos prejuicios que le han inculcado y de unas enseñanzas detrás de las cuales están la prensa, los medios (en tiempos del régimen hitleriano, especialmente la radio), así como la docencia a todos los niveles, el silencio de las altas jerarquías de las distintas Iglesias, una historiografía tendenciosa, y, en último término, filósofos como Hegel (1770-1831) que asignan al Estado una superioridad absoluta sobre el individuo. Por supuesto estas “víctimas de su ideario” son de una inocencia dudosa y no pueden incluirse entre las víctimas de Holocausto.

3.
Eso nos lleva a la cuestión, tan difícil, de la responsabilidad. La generación que colaboró, activa o pasivamente, en el Holocausto, está cercana a extinguirse, y es opinión generalizada, que yo comparto, que los hijos no son culpables de los crímenes de sus padres. Pero sí queda la responsabilidad que es distinta de la culpa. Una responsabilidad histórica que está echando una sombra sobre la totalidad de las sociedades alemana y austriaca, sombra que no hace más que aumentar. Cualquier estudioso de la literatura alemana y austriaca, actual y de los últimos sesenta años, sabe que ha de partir del hecho de que el tema predominante de la misma es esta responsabilidad. Hubo unas décadas de silencio que los alemanes llaman das lange Schweigen, algo así como ”el prolongado callar”, en las que no se hablaba del pasado, por miedo, por vergüenza, ocultación o, también, ganas de olvidar y pasar la página. En vano los hijos preguntaban a los padres, había un silencio consensuado, de motivación varia, que es actualmente tema de libros, estudios, seminarios, incluso en España, como en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, en mayo de 2005, con la intervención, durante días, de escritores y profesores alemanes, traídos por el Goethe Institut (Instituto Alemán de Cultura).


¿Motivos de este silencio? Múltiples. Uno podía ser el deseo de olvidar lo desagradable, echar tierra sobre la actuación propia o de familiares. Otro el no mermar la autoestima de la generación siguiente. Otro, no contar nada a los hijos para que no lo repitieran fuera, lo que hubiera podido originar que se exigiera la devolución de bienes expropiados, pisos, muebles, joyas, negocios que habían pertenecido a los judíos deportados, o bien, de objetos provenientes del saqueo sistemático de los 16 o más países europeos conquistados. O lo que era peor, la pérdida de empleo de los rápidamente desnacificados.
Uno de estos escritores alemanes mencionó en el C.C.C.B. que la frase más escuchada tras el término de la guerra, era “yo no sabía nada” o “nosotros no sabíamos”, y los que preguntaban tardaron años en descubrir cómo esta frase encubría una mentira, o al menos disfrazaba la realidad de gentes que hubieran podido saber, pero que preferían ignorar. Reich-Ranicki subraya en su autobiografía que la reacción habitual de los jóvenes, tras la guerra y ante la evidencias, era pensar, o decir, “Nunca un alemán hubiera hecho esto”. Son muy abundantes los libros, crónicas, memorias, novelas alemanas que refieren indagaciones de descendientes sobre la actuación de hermanos mayores, padres, madres, abuelos. Personas ávidas de saber que nada consiguen averiguar por los familiares, pues éstos han quemado las cartas, los diarios para borrar huellas. Otro de los escritores contó que la respuesta de su madre a sus preguntas siempre fue: “de los muertos no se habla”.
A partir de los años setenta el tema ha dejado de ser tabú, las nuevas generaciones han querido y quieren saber. Miles de personas concienciadas no judías visitan los campos de concentración y el tema se ha vuelto literalmente cotidiano en todos los canales de televisión alemanes, hasta un punto inimaginable para nosotros. La literatura del Holocausto llena bibliotecas enteras, en Alemania y en todos los países que el Reich había ocupado.
Sin duda el que el pueblo alemán asuma su responsabilidad histórica, no sólo en las persecuciones, sino también en el estallido de las guerras, es bueno. No hay que olvidar que todas las grandes guerras europeas, desde la unificación alemana de 1871 (con el káiser Guillermo I y el canciller Bismarck), se originaron por el afán expansionista alemán, y que ya a comienzos del mismo año 1871, en la guerra franco-prusiana, las tropas alemanas ocuparon París. Con respecto a la II Guerra Mundial son los mismos escritores alemanes los que hablan de “vergüenza heredada”, de “la culpa del pasado”, como el Nobel Günter Grass que siempre recuerda a sus compatriotas que la libertad les ha sido regalada por los aliados, ya que, según dice, los alemanes poco o nada hicieron liberarse de su régimen.
Günter Grass -que ahora se autoincrimina o poco menos-, vive en conflicto con su propia nación y prefiere residir fuera de las fronteras de su país, ya que no se identifica con las características y modo de ser de su pueblo. (Ya Nietzsche, uno de los autores que engendró la idea del superhombre y de un pueblo de amos dominador de pueblos de esclavos, descalificaba violentamente el carácter germano). Y aquí podemos mencionar al dramaturgo y escritor Thomas Bernhard, ya fallecido, el rasgo principal de cuyas provocativas obras es el desprecio de sus compatriotas austriacos, vistos por él todos ellos como nazis, hasta el punto de que llegó a prohibir la representación de sus piezas en Austria.


Los políticos alemanes una y otra vez aluden al genocidio y a la responsabilidad de Alemania en la II Guerra Mundial, y eso puede ser positivo de cara al futuro. El pedir perdón a toro pasado, a mi juicio carece de sentido, el perdón habría que pedirlo a las víctimas que ya no están, y lo deberían hacer los victimarios. Que en nombre de los culpables unos inocentes pidan perdón a otros que no vivieron los ultrajes sin embargo es bueno, pues contribuye a que la responsabilidad histórica penetre en la conciencia popular. Quizá ello sirva para evitar volver a caer en los mismos errores, si es que, minimizando, los queremos llamar así. Hasta los años setenta gran parte de los alemanes aún se veían como víctimas de una contienda perdida. Parte de la población lo que reprochaba a Hitler no era el que hubiera metido el país en la guerra, causando la destrucción de sus ciudades, la ocupación y posterior división de su patria, sino que la hubiera perdido. Esto afortunadamente ha cambiado, las generaciones más jóvenes han recibido otra educación, al menos en la Alemania Occidental, viajan, ven o leen otros medios, la democracia parece haber arraigado. Al menos esto afirman los que por todo el país realizan estudios y encuestas al respecto.

4.
Lo que precede nos conduce a la pregunta de si a la posteridad le es posible aprender de la Historia.
Hace unos años me preguntó Constantino Romero en una entrevista, en Radio Nacional: “¿cree usted que los pueblos aprenden algo de la Historia, que las experiencias sufridas por una generación pueden servir de lección para las generaciones siguientes?”

No creo que exista respuesta a tal pregunta, nada que sea generalizable y se pueda demostrar con datos. Pero lo que sí está claro, en todo caso, es nuestra obligación de intentarlo, intentarlo incansablemente, hablar de cuanto ocurrió una y otra vez. El bien y el mal son constantes de la Historia, pues son, desde siempre y para siempre, inherentes a la naturaleza humana. Guerras siempre habrá, y persecuciones, y crueldad, pero ¿vamos a callar por eso, dejar que las cosas sigan su curso, sin oponernos con todas nuestras fuerzas, sin empeñar toda nuestra energía vital en apuntalar el bien, y alertar contra el habitual riesgo de las conciencias muellemente adormecidas, mientras los esbirros no llaman a nuestra propia puerta? Por ahora las ciencias carecen de medios para combatir el mal, cuando éste procede del hombre mismo. Pero el conocimiento probablemente sea una ayuda. Es cierto que esto es difícil de probar: por ello pienso que creer en la utilidad de la memoria histórica es un acto de fe.

Y otra cosa: el recordar no es solamente un misión para prevenir males del futuro. También es una obligación para con aquellos que han sufrido y han pasado por torturas que ni podemos concebir - afortunadamente, hay que añadir, pues si pudiéramos, ya no nos sería posible volver a conciliar el sueño -. Recordar es la expresión de lo que mi madre, en paz descanse, llamaba en mi alemán materno Pietätsgefühl, un sentimiento de piedad respetuosa que debemos a nuestros muertos.



El hombre propende más a la pasión que a la reflexión y los pueblos tienen la memoria corta. En el mundo sigue habiendo violencia, represión, explotación, tortura e injusticia, aunque, exceptuando Yugoslavia, para Europa la segunda mitad del siglo XX ha sido mejor que la primera. Pero desconfiemos de la seguridad: el mal es una opción abierta y nunca se adormece definitivamente. Todo puede repetirse. Mantengamos la conciencia alerta.


5.
Sobre la legitimidad de las artes; qué se puede mostrar y cómo.

Si se puede aprender de la Historia, también las artes son una vía de conocimiento y de concienciación. El problema de las artes en relación con el Holocausto radica en que en el arte se combinan, la mayor parte de las veces, la ética y la estética, y a veces la belleza distrae de la finalidad. Hace algún tiempo vimos en la prensa reproducciones de obras del pintor y escultor colombiano Fernando Botero, una serie de cuadros en los que plasmaba la impresión que le produjeron las fotografías de las torturas de la prisión Abu Ghraib, en el Iraq. Hubo personas, artistas o no, que protestaron porque en las pinturas los prisioneros torturados tenían las mismas formas obesas y los colores vivos de otros cuadros de Botero, tan conocidos, y que recordaban sus majas, sus burgueses o sus animales domésticos. Un estilo personal, no exento de belleza y de caracteres caricaturescos que no parecía adecuado para la denuncia. –
En las Bellas Artes se presenta la duda, de qué modo evocar el sufrimiento en los monumentos conmemorativos erigidos en los campos de concentración, así como en los museos. Había visto muchos de estos monumentos en diferentes ciudades y la belleza nunca me había molestado. Sin embargo, hace pocos años visité Mauthausen, donde dos docenas de países conmemoran a sus víctimas con esculturas y memoriales, y allí me chocó la belleza de las formas y también a veces la nobleza del material empleado. ¿Es realmente un siniestro lager un sitio para que el artista se exprese con belleza? La perfección estilística en ese lugar tan truculento a muchos les provoca rechazo, pues hace que te olvides del horror. Posiblemente se pueda relacionar con esto el que, pese a que la realidad siempre se presenta en colores, las fotografías en blanco y negro parezcan más fieles o impresionen más que las de color. Los colores son distraídos, voluptuosos, alegres, la realidad objetiva es seca, descarnada, el sufrimiento monocolor.
Se pensaría que los libros no dan lugar a objeciones. No es así. Todo el mundo admite como legítimos los relatos autobiográficos, sean auténticas obras de arte estilística, sean meras rememoraciones testimoniales, pero en lo que hay desacuerdo es en las novelas de creación. Muchas voces critican que escritores que no han vivido los hechos, o que incluso pertenecen ya a generaciones posteriores y a otros ámbitos geográficos, utilicen los campos de concentración o los ghettos como tema o marco de sus obras: les parece una moda, un recurso comercial o una expresión de mal gusto, en todo caso un abuso. A mi juicio, el Holocausto es Historia, y nadie puede impedir que un autor se inspire en cualquiera de los hechos luctuosos del pasado, siempre que lo haga con veracidad y respeto. ¿Cuántos asesinatos y lances cruentos aparecen en los dramas de Shakespeare, referidos a figuras históricas? Nadie censura que Tolstoi se haya basado en las guerras napoleónicas para su Guerra y Paz, Franz Werfel en las masacres de los armenios

para Los 40 días de Musa Dagh, etc. La literatura se ha inspirado en la venta de esclavos, la peste medieval, la Inquisición, el Terror de la Revolución Francesa. Es inevitable que el Holocausto sugiera obras de creación para los escritores, poetas, dramaturgos. La Shoá está dando buenas obras literarias de ficción, para cuya enumeración no es el momento aunque deseo mencionar en España, El comprador de aniversarios, de A. García Ortega, o en catalán El violí d’Auschwitz de Maria Àngels Anglada, ya fallecida, o La memòria del traïdor, de Viçens Villatoro.
Revuelo internacional suscitó un cómic, ya célebre: Maus, de Art Spiegelman (Premio Pulitzer 1992), donde el artista describe las vivencias de sus padres en la Polonia ocupada, en forma de tiras gráficas que por supuesto de cómicas no tienen nada, pero sí de chocante: las personas aparecen con figura humana, pero los judíos con cabeza de ratón, los nazis con cabeza de gato y los polacos con cabeza de cerdo. Pasada la primera impresión, yo creo que la obra es válida y nada divertida.
La literatura del holocausto, a mi juicio, describe horrores y crueldades con un realismo que las literaturas anteriores, del s. XIX y hasta de la guerra del 14, evitaban mostrar. Cuando se leen los Recuerdos de la casa de los muertos, de Dostoievski, sobre su cautiverio en Siberia, se tiene la impresión de que la realidad debía de ser aún bastante más dura. O influía el temor a la censura zarista, o bien la época no estaba madura para leer cosas que tras el holocausto se han hecho habituales. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, sugiere atrocidades, copiadas de la realidad vista con los propios ojos del escritor en el Congo, pero más las sugiere que las describe. Éstos no son más que dos ejemplos y no faltan relatos de historias reales terroríficas en todas las épocas, de crucifixiones, cólera, galeotes, mutilaciones, cárceles; el escritor se adecua a la sensibilidad de sus lectores y parece que hoy podemos soportar más. Hay episodios de los campos de concentración que podemos leer solitarios en la butaca, pero no comentar en voz alta a la familia, pues relatadas a viva voz resultan intolerables.
Parecidamente pasa en el cine. Por espantosas que sean a veces las cosas que nos muestra, nunca el cine podría plasmar el horror tal como se ha producido, pues el espectador huiría de la sala mareado o vomitando. Por el impacto que producen las imágenes, la literatura puede permitirse llegar más lejos que la pantalla.
No voy a entrar aquí en detalles en cuanto a cine (y dejo de lado el cine documental, sin que se pueda negar que también puede ser arte). He participado en diferentes debates sobre los valores de La lista de Schindler y La vida es bella, y los argumentos en pro y en contra son inacabables. Menos debatidas por sus imágenes son El pianista de Varsovia, Amén, o, la todavía más espeluznante, La zona gris. Otras como la húngara Sunshine o la italiana El Cónsul Perlasca han pasado aquí casi desapercibidas, en parte porque la crítica no ha comprendido el parcial valor documental de las cintas, tomando algún lance dramático por invención o por un gratuito efecto hollywoodiano. En contra de lo que se oye decir muchas veces, yo creo que globalmente la producción de tales películas puede





considerarse positiva, porque a través de ellas la realidad atroz de los ghettos y del mundo concentracionario llega a un público que los libros o los documentales no alcanzarían jamás.
En música poco se ha hecho sobre el Holocausto. Aquí en el contexto en que estamos, lo que nos interesa es el texto. Una obra sinfónico-coral de Arnold Schönberg, Un superviviente de Varsovia, decepciona por el final que acaba en una especie de catarsis de texto y de música que creo que está fuera de lugar.
Para terminar, unas palabras sobre los museos del Holocausto, cada vez más abundantes y en varios continentes. En principio son de dos tipos: los ilustrativos, con intención didáctica, y los que añaden lo que yo llamaría una intención emocional. Los primeros muestran mucha documentación, fotografías, paneles explicativos, mapas, y tienen vitrinas de ropas, zapatos, camastros, botes de Ciclon B, a veces gafas, dentaduras postizas, pelo humano, maletas; todo ello impresionante, pero en principio tratando de mantener un cierto distanciamiento brechtiano, para que la mente pueda juzgar. Así son también las salas de exposición de la mayoría de los campos de concentración, en el interior de los mismos o adyacentes. No hay dramatismo arquitectónico, pues el mismo campo es suficientemente pavoroso.
Los otros museos son obras arquitectónicas sobrecogedoras cuya intención es sumergir al visitante en un ambiente que sugiera los campos de exterminio. También exponen todo lo citado anteriormente, pero en un ambiente oscuro, con pasillos o celdas claustrofóbicas, juegos de luces y de sombras. Así parecen ser los de Washington y de Berlín. En la Casa del Terror, de Budapest, que compartía las atrocidades nazis con las de la posterior policía secreta comunista en un mismo edificio que sirvió sucesivamente para ambos regímenes, previa advertencia para espíritus demasiado sensibles, existe un ascensor que desciende muy lentamente, mientras una voz relata los pormenores de un ahorcamiento. Cuando se llega al fondo, el visitante se encuentra frente a la horca. En una habitación contigua se pueden contemplar los instrumentos de tortura empleados y manchas de sangre en el suelo.
La ampliación reciente del Museo Yad Vashém de Jerusalén es predominantemente subterránea. Complejas galerías excavadas en la montaña, estructuras dramáticas, altas y estrechas, a veces convergentes, describen los diferentes capítulos de la Shoá, con presentaciones multimediáticas e interdisciplinarias en un esquema arquitectónico de forma prismática triangular. Más allá, en la Sala de Nombres un enorme cono con 600 fotografías de víctimas mortales del Holocausto refleja estas imágenes en un cono inferior excavado en la roca y lleno de agua. (También los museos de Budapest, Praga, etc. rinden un culto especial a los nombres de los fallecidos.) En la sección más antigua del Yad Vashem un juego de luces y espejos evoca a los niños como estrellas infinitas en el firmamento, mientras una voz recita sus nombres y edad. Aparte de las salas explicativas, de la biblioteca y de la Escuela de Estudios del Holocausto, hay jardínes de esculturas y un laberinto de bloques, con el nombre de las cerca de




5000 comunidades judías aniquiladas o severamente dañadas en la Shoá. El archivo contiene 50 millones de páginas de testimonios y documentos. En un extremo del espacioso jardín un vagón de ganado como los que llevaban a las víctimas a Auschwitz, se asoma sobre una vías cortadas sobre un precipicio.
La disyuntiva se presta a la discusión. Si yo tuviera que escoger entre los museos que podemos llamar dramáticos y los didácticos, aún comprendiendo la intención de los primeros, quizá me inclinaría por los segundos, por temor a que la búsqueda de lo emocional predomine sobre el conocimiento y roce el espectáculo, como un parque temático o un museo de cera.
Me hubiera gustado acabar con un tema más optimista: el de los llamados Justos de las Naciones, personas no judías que salvaron a judíos en los tiempos de persecuciones con peligro de sus vidas. El Instituto Yad Vashém, establecido por el Parlamento de Israel en 1953, ha contabilizado y honrado, en vida o póstumamente, cerca de veintiún mil. No queda tiempo para hablar de ellos, de su acción generosa, valiente, y de qué modo muchos de ellos compartieron el fin trágico de sus protegidos. Pero sepamos que existieron Justos, hombres y mujeres ejemplares que arriesgaron su vida para salvar a sus semejantes. Sea su recuerdo una luz de esperanza.

viernes, 13 de abril de 2007

L'altre judaisme: L'hel-lenistic




Con este título, Monseñor Jaume González-Agàpito ; Delegado diocesano de Ecumenismo y Relaciones Interreligiosas del Arzobispado de Barcelona, nos ofreció una espléndida conferencia que inaguraba nuestra etapa en una sala del Seminario Conciliar y de la Facultad de Teología de Barcelona, donde seguiremos ofreciendole a ustedes las puertas abiertas a nuestra actividad mensual.




He aquí unas fotos de acto cuya mesa estaba presidida por el propio confernciante. El Dr. Armand Puig, decano de la Facultad de Teología, y El Dr. Jaime Vándor, miembro de la junta de Entesa que presentó al conferenciante.
Nos ha parecido oportuno, ya que no disponemos del texto del confernciante, que el espíritu tanto de la conferencia como de nuestra entidad quedaría ejemplarizado reproduciendo este texto, que recuperamos para la memoria, pronunciado por el Cardenal Roger Etchegaray
El cristianismo tiene necesidad del judaísmo?
Roger Etchegaray
Conferencia pronunciada el 8 de septiembre de 1997 por el cardenal francés Roger Etchegaray, presidente del Consejo Pontificio "Justicia y Paz", en un coloquio organizado por el International Council of Christians and Jews
Esta es la pregunta un poco abrupta que me han formulado y a la que no puedo sustraerme. Responderé a ella en el espíritu mismo de este coloquio, cuyo tema es "el otro como misterio y como desafío". Responderé en tono de testimonio personal, apoyándome sobre estudios que abundan hoy en la materia, y sobre meditaciones que han acompañado a mi reflexión. Verdaderamente, éste es para mí un tiempo de gracia.
El cristianismo ¿tiene necesidad del judaísmo? Cuando era niño, esa pregunta me habría parecido insólita, hasta impensable. En mi pequeña aldea vasca, jamás me crucé con el "judío errante". Una vez al año, la liturgia del Viernes Santo me hacía orar "por los judíos infieles". Cuando mi madre me llevaba al pueblo vecino (Bayone) para comprar mi ropa festiva, a casa de un tendero al que definía como judío, me sorprendía encontrar un hombre como los demás... ¡Incluso fue él quien confeccionó más tarde mi primera sotana! En el Seminario, más que "la enseñanza del desprecio", recibía la de la insignificancia: el judío no contaba, nunca sentí la menor necesidad religiosa del judaísmo.
Recibí el primer choque el año de mi ordenación sacerdotal, hace exactamente 50 años, cuando, no sé cómo, tuve bajo mis ojos los "diez puntos de Seelisberg" que un grupo de judíos y cristianos acababa de elaborar en Suiza. En la actualidad, ese texto tan valiente y profético me parece bastante banal. En 1965, siendo experto en el Concilio Vaticano II, admiré la suave obstinación del cardenal Bea para hacer votar la declaración sobre los judíos "Nostra aetate". Ocho años más tarde, como arzobispo de Marsella, una gran ciudad portuaria en la que coexisten pacíficamente 80.000 judíos y 80.000 musulmanes, firmé, junto con otros tres obispos franceses, una de las más abiertas orientaciones publicada, no sin provocar revuelo, por un episcopado sobre las relaciones con el judaísmo. Pero fue sobre todo en el seno del Comité Internacional de Relaciones entre la Iglesia Católica y el judaísmo mundial donde aprendí hasta qué punto era difícil el diálogo, por ambas partes, en razón de una profunda asimetría entre los interlocutores.
Los cristianos olvidaron sus raícesEste preámbulo me permite entrar sin más tardanza en el nudo de la cuestión con tanto vigor como rigor. ¿El cristianismo tiene necesidad del judaísmo? Sin dudar respondo que sí, un sí franco y sólido, un sí que expresa una necesidad vital y, diría, visceral. Pero, desde luego, sólo puedo contestar esto en nombre de mi propia Iglesia, "escrutando" su "misterio", según la bella expresión de Nostra aetate, y plenamente respetuoso de la manera diferente en que el judaísmo se ve y se define a sí mismo. Para mí, el cristianismo no puede pensarse sin el judaísmo, no puede prescindir del judaísmo. En el mismo comienzo de su pontificado (12 de marzo de 1979), en Maguncia, el papa Juan Pablo II tuvo la osadía de declarar: "Nuestras dos comunidades religiosas están vinculadas al nivel mismo de su propia identidad". También tengo en la memoria (estaba presente) sus brillantes palabras en la gran sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986: "La religión judía no nos es 'extrínseca', sino, en cierto sentido, es 'intrínseca' a nuestra religión. Tenemos pues con ella un vínculo que no tenemos con ninguna otra religión. Vosotros sois nuestros hermanos preferidos, y, podría decirse, nuestros hermanos mayores".
En el fondo, estas palabras no tienen nada de nuevo ni de audaz: se inspiran en la imagen paulina ( Rm 11, 16-24) del olivo cultivado que es Israel, en el que han sido injertadas las ramas del olivo silvestre que son los paganos. Y san Pablo, el antiguo fariseo que se volvió "apóstol de las naciones", le advierte al pagano-cristiano: "No te engrías, pues no eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz quien te sostiene" (Rm 11.18)... es el judío quien te sostiene. ¿Y no es en ese Evangelio de Juan que se supone plagado de antijudaísmo, donde Jesús proclama solemnemente a la samaritana: "La salvación viene de los judíos" (Jn 4,22)? Si realmente es así, ¿cómo explicar que en el transcurso de los siglos tantos cristianos hayan vivido como si hubieran olvidado sus raíces, peor aún, despreciando a su hermano mayor? Comprendo la reacción del rabino askenazi que dijo: "Ni siquiera somos hermanos separados, pues nunca nos hemos encontrado". De hecho, todos nosotros llevamos la herida abierta de lo que Fadiey Lovsky llamaba con tanta fuerza "el desgarramiento de la ausencia".
La identidad cristiana se recibe del pueblo elegidoPero entonces ¿qué milagro hizo que judíos y cristianos se encontraran al cabo de dos mil años y comiencen ahora a examinar juntos las relaciones alteradas que han tenido a lo largo de la historia? ¿Por qué hubo que esperar la Shoah para abrir la era del diálogo? Pero, ¿no empezó, en realidad, la ruptura con el "escándalo" de la cruz de Cristo? Sin duda, la gestión de Juan XXIII, inspirada en las ideas de Jules Isaac, no es ajena a la eclosión de una primavera muy tardía y todavía muy tímida. Empezamos a tomar conciencia de que nuestra identidad cristiana es una identidad que recibimos de otro, y ese otro es el pueblo elegido, que existe porque proviene de Dios. Este proceso va más allá de una simple comprobación del judaísmo carnal de Jesús —admitido ahora fácilmente por todos—, con todas sus consecuencias culturales y cultuales en la liturgia y la vida de la Iglesia, que hoy describen abundantemente y sin problemas autores judíos y cristianos. Juan Pablo II recordó hace poco, una vez más, al recibir el 11 de abril de este año a la Comisión Bíblica Pontificia, que no se puede expresar plenamente el misterio de Cristo sin recurrir al Antiguo Testamento. En el segundo siglo, contra Marción, la Iglesia dio testimonio de ese vínculo vital, que más tarde fue muy oscurecido e incluso ocultado. A mí me gusta recordar que la Iglesia Católica sigue celebrando la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo. Nunca terminaré de descubrir hasta qué punto mi oración, incluyendo la que Cristo enseñó a sus discípulos, el "Padre Nuestro", está llena de citas de la salmodia judía. Todo en mí respira la piedad y la sabiduría de los "anavim", los pobres del Señor.
La vocación permanente del pueblo judíoPero el tema de las raíces, por importante que sea, no es más que el principio del problema contra el que tropiezo y por el que lucho. Lo que me sorprende, lo que me conmociona, es la persistencia del pueblo judío a pesar de todos los pogroms, su supervivencia después de los hornos crematorios. ¿No constituye esto el testimonio irrecusable de una vocación permanente, que tiene un significado actual para el mundo, pero sobre todo en el mismo seno de la Iglesia? Es mucho más que descubrir la riqueza de un patrimonio común, es reconocer en el designio de Dios la misión que el pueblo judío sigue teniendo ahora y para siempre. ¿Qué significa para mí, cristiano, esta permanente interpelación que representa el judío? ¿Qué significa para mi Iglesia este pueblo judío que sigue mostrando el tiempo del Antiguo Testamento en una época que, según yo creía, se había transformado definitivamente en el tiempo del Nuevo Testamento? Al afirmar, siguiendo a san Pablo, que la segunda Alianza no suprimió la primera, pues "los dones de Dios son irrevocables" (Rm 11,29), ¿la Iglesia llega hasta el punto de reconocerle al judaísmo una función de salvación después de Cristo? Ante mi conciencia cristiana confrontada con este rostro judío que hasta hoy hemos disimulado, incluso desfigurado, con esta Sinagoga a la que le hemos llegado a vendar los ojos, aparece este profundo misterio, que es al mismo tiempo un gigantesco desafío.
Hablar de "misterio" a la manera de san Pablo (Rm 11,25) es reconocer que el significado último de la historia de la salvación se nos escapa, puesto que la clave está en Dios y no todo está desvelado porque no todo está cumplido. Por cierto, la Iglesia proclama claramente que Jesucristo es el único Salvador del mundo; la Iglesia vive en todo su ser de la muerte y la resurrección de Cristo. Pero la perennidad de Israel ¿no es signo de lo que le falta a la Iglesia para la completa realización de su misión? Frente al "ya" de la Iglesia, Israel es el testigo del "todavía no", de un tiempo mesiánico no plenamente cumplido. El pueblo judío y el pueblo cristiano están así en una situación de controversia, o mejor dicho, de emulación. Cuando nosotros, los cristianos, nos alegramos con el "ya", los judíos nos recuerdan el "todavía no", y esta fecunda tensión se encuentra en el corazón de toda la vida de la Iglesia, hasta en su liturgia eucarística cuando, cada vez que lanza el lancinante grito: "¡Ven, Señor Jesús!", la Iglesia anuncia, prefigura ya el "Reino", esa Ciudad en la que Dios será "todo en todos", como dice san Pablo (1 Co 15,28). Lo que nos reconforta es saber que ese Reino oculto, ese infinito espacio de salvación ofrecido a todos, desborda, y mucho, los límites visibles de la Iglesia. Ésta no es más que su "sacramento", el lugar en que ese Reino es celebrado por quienes ya lo acogieron.
La contemporaneidad de ambas religionesKarl Barth decía: "La pregunta decisiva no es '¿qué puede ser la Sinagoga sin Jesucristo?', sino '¿qué es la Iglesia mientras tenga frente a ella un Israel que le es ajeno?' ". Dicho de otro modo: para la Iglesia, la perennidad de Israel no es solamente un problema de relaciones exteriores que debe llevar adelante, sino un problema interior que debe profundizar y que atañe a su propio ser. El camino que estamos emprendiendo es cuesta arriba, todavía ha sido poco explorado en exégesis y en teología, pero es en ese sentido, me parece, que debemos avanzar. De lo contrario, el diálogo entre judíos y cristianos seguirá siendo superficial, limitado y lleno de restricciones mentales. Ese diálogo, como se ha dicho, apenas está saliendo de la edad de las cavernas y sólo podrá progresar si cada una de las partes toma en cuenta la contemporaneidad de la otra. El cristianismo es el árbol que crece de la semilla del judaísmo y cubre con su follaje toda la tierra, pero el fruto de ese árbol contiene nuevamente la misma semilla. En la Divina Comedia, Dante invitaba a los judíos a abandonar su esperanza: "lasciate ogni speranza". Franz Rosenzweig, contrariado por ese verso, comentó: "Podemos abandonar todo, menos la esperanza". Y citaba este midrash: "Cuando el judío comparezca ante el trono celestial, se le hará una sola pregunta: '¿Mantuviste la esperanza en la Redención?' Todas las demás preguntas, agregaba Rosenzweig, son para vosotros, los cristianos. Mientras llega ese momento, preparémonos juntos en la fidelidad para comparecer ante nuestro Juez".
El pueblo destructor de ídolosPara prepararnos juntos, debemos considerarnos todos herederos de la Biblia. Pero creo que, para aprovechar bien esa herencia, los cristianos necesitan a los judíos de un modo especial, porque éstos tienen con la Escritura una especie de afinidad carnal; porque, contra todo dualismo empobrecedor, dan testimonio de la unidad viviente del hombre interpelado por Dios; porque siguen siendo el pueblo que destruye ídolos y denuncia las ideologías antiguas y nuevas. La Biblia Hebrea le hace oír al mundo entero la voz del Dios único. Incluso en los lugares donde no vive ningún judío pero la Biblia es proclamada por la Iglesia, el judío está espiritualmente presente, porque es percibido por las naciones que reciben la Palabra divina como algo que pertenece al pueblo por medio del cual el Señor se dio a conocer en la tierra. Si el blanco del neopaganismo —raíz profunda de todo antisemitismo— es la Biblia que revela en cada hombre la imagen de Dios, debemos testimoniar, hoy más que nunca, nuestra fidelidad común a la Palabra y a la Ley que estructuran toda conciencia humana. Debemos subir juntos la montaña santa del Sinaí y mantenernos firmes allí arriba ante el rostro de Dios, enteramente dispuestos, como en una noche tormentosa, a recibir el agua y el fuego del cielo, y a dejarnos purificar por ellos. ¿No debemos todos nosotros "chorrear la palabra de Dios", como le decía Péguy a su amigo judío Bernard Lazare? ¿No somos acaso todos esos primitivos que reciben el Decálogo y se transforman así en los verdaderos civilizadores de la humanidad?
Esa misteriosa diferencia y ese increíble parentesco entre judíos y cristianos nos llevan a todos al camino del arrepentimiento, de la teshuvah. Ésa es la enseñanza bíblica fundamental, que nos es común. Por ser todos, judíos y cristianos, pecadores, atravesamos la historia en la dualidad Iglesia-Sinagoga, provocada por el endurecimiento de unos y otros, siendo cada uno interior al endurecimiento del otro. Es en mi propia experiencia espiritual ante Cristo, donde busco medir y comprender esa distancia que me separa del judío, sin pensar jamás, sin embargo, en considerar al judío un "cristiano en potencia".
Testigos de una misma promesa para la humanidadEs cierto que Jesús nos divide, que es entre nosotros signo de contradicción, piedra de tropiezo. Me gusta la conmovedora expresión de S. Ben Chorin: "La fe de Jesús nos une, pero la fe en Jesús nos separa". Sin embargo, me atrevo a decir —es la verdad profunda de toda paradoja— que Jesús nos une en el mismo instante en que nos divide. Porque somos los únicos seres involucrados en este desgarramiento. Un budista o un hindú no tienen ningún problema con Jesucristo, no lo encuentran en su historia, incluso un musulmán apenas lo roza. Pero nosotros, judíos y cristianos, lo queramos o no, tarde o temprano, nos vemos forzados a preguntarnos ante el mundo cómo asumir juntos este desgarramiento interno entre nosotros, este desgarramiento que nos es propio y que provocó el primero de los cismas, eso que un exegeta (Claude Tresmontant) llamó "el prototipo de los cismas", en el seno del cuerpo único de la familia de Dios. Porque nosotros somos los únicos capaces de anunciar la Palabra divina dirigida a todos los hombres, juntos estamos suspendidos de una misma Palabra y somos testigos de una misma promesa para la humanidad entera. En este sentido, el futuro del movimiento ecuménico entre las diversas Iglesias cristianas también está ligado a la toma de conciencia de que el vínculo con el judaísmo es el test de fidelidad del cristianismo hacia el mismo Dios. F. Lovsky, en el último capítulo de su bello libro, habla del encuentro judeo-cristiano en la intercesión. Muestra que nuestras plegarias —cuando pensamos los unos en los otros— son las plegarias de nuestros sufrimientos comunes y de nuestros resentimientos recíprocos, pero deplora que no sean también las de nuestras vocaciones complementarias. Por diferentes que sean nuestras plegarias, están emparentadas y deben hermanarse.
Por mi parte, rezo incesantemente por el día en que Dios sea "todo en todos", judíos y no judíos.
Ésa es la Jerusalén celestial cuya venida debemos apresurar con nuestra plegaria, nosotros que vivimos en exilio en el mundo...¡incluso yo en Roma!
Oh, Jerusalén, preferida de Dios, de ti todos pueden decir: "He aquí mi madre, todo hombre ha nacido en ti "(cf. Sal 87) y las naciones suben hacia tu luz. Oh, Jerusalén, camino hacia ti.
Oh, Jerusalén, "construida cual ciudad de compacta armonía" en la que se reúnen todos los hijos de Abraham y donde se concentra la oración por la paz (cf Sal 122). Oh, Jerusalén, camino hacia ti.
Oh, Jerusalén, cuyas colinas lloran de desolación y danzan de esperanza, monte Moria y Gólgota, muro del Templo y memorial Yad Vashem, sepulcro vacío en el que el ángel nos invita a no buscar entre los muertos a Aquél que está Vivo (Lc 24,5). Oh, Jerusalén, camino hacia ti.
Oh, Jerusalén nueva, tú que desciendes del cielo engalanada como una esposa el día de la boda, tú que ya no tienes templo, porque tu templo "es el Señor, el Dios omnipotente así como el Cordero" (cf Ap 21). Oh, Jerusalén del cielo, caminamos hacia ti.
Pido disculpas por dejarme llevar por los salmos del Hallel. Pido disculpas si toda mi intervención ha tomado la forma de un balbuceante testimonio personal, pero estoy convencido de que, para ser fiel a sí misma, mi fe cristiana tiene necesidad de la fe judía. Lejos de toda teología cristianizante del judaísmo y de toda teología judaizante del cristianismo, traté de dar testimonio de lo que tan bien expresó Martin Buber: es la Alianza del mismo Dios Vivo lo que nos hace existir a los judíos y a los cristianos, y crea una comunidad más allá de la ruptura. "Tanto el judaísmo como el cristianismo —le escribía Buber al profesor Karl Thieme— son escatológicos, pero al mismo tiempo ambos tienen un lugar en el designio de Dios. El diferendo que separa a judíos y cristianos, y la relación que los une, provienen de allí".
"El otro como misterio y desafío". Ése es el estimulante tema de este coloquio. La diferencia es laesencia misma de nuestro encuentro, es también la oportunidad de escuchar al otro y dejarse enriquecer por él. Lejos de separarnos, no hacemos más que entrecruzarnos en torno al Mesías.
Edmond Fleg nos lo enseña en "Escucha, Israel":
Tú, que Él venga, y tú, que Él vuelva
Pero es la misma paz la que le pedís
Y vuestras dos manos, sea que venga o que vuelva,
En el mismo amor Le tendéis!
¿Qué importa, pues? De una u otra orilla
¡Haced que Él llegue!
¡Haced que Él llegue!
¡Haced que Él llegue! El mismo Edmond Fleg, en otro libro ("Jesús narrado por el judío errante"), nos estimula a todos, judíos y cristianos: "Para que llegue el Mesías, grita conmigo: bienaventurados los que arrojan las armas, pues ellos darán a luz al Mesías."
Shalom
---------------------

L’antic judaisme grec, a debat
( texto aparecido en el periodico Catalunya Cristiana)


Mons. González-Agápito va dibuixar un retrat sobre aquesta peculiar comunitat jueva de fa 2.000 anys

BARCELONA.- El 28 de març passat el delegat d’ecumenisme i diàleg interreligiós de l’arquebisbat de Barcelona, Mons. Jaume González-Agàpito, va oferir a la sala Sant Jordi del Seminari Conciliar la conferència L’altre judaisme: l’hel·lenístic. L’acte va ser organitzat per l’Entesa Judeo-Cristiana de Catalunya, entitat de caire interreligiós que a partir d’enguany ofereix les seves xerrades mensuals a la Facultat de Teologia.

Van presidir l’acte el Dr. Jaime Vándor, en representació de l’Entesa, i el Dr. Armand Puig, degà de la Facultat de Teologia de Catalunya. El Dr. Vándor va agraïr que el Seminari i la Facultat de Teologia obrissin les portes a una entitat com l’Entesa, que cerca establir llaços de fraternitat entre el cristianisme i el judaisme.
El Dr. Armand Puig, per la seva banda, va valorar com a molt positiu que l’Entesa Judeo-Cristiana de Catalunya pogués celebrar les seves activitats mensuals en el marc de la facultat, i ho va definir com un enriquiment mutu. “L’entesa representa un esperit que considerem nostre, un esperit de la relació profunda entre un germà gran i un germà jove”, va afirmar el Dr. Puig fent servir un símil conegut per expressar el lligam entre el judaisme i el cristianisme. Per al degà de la facultat de Teologia, “ser jueu i ser cristià són dues identitats que no es poden separar l’una de l’altra, perquè hi ha un nexe espiritual molt fort.”

Una tradició jueva excepcional

En començar, Mons. González-Agápito va confessar que el tema del judaisme hel·lenístic ha estat oblidat fins fa pocs anys i que pot xocar i fins i tot ser incòmode per a alguns. També va afirmar que el judaisme de l’època de Jesús, i també d’abans, no era pas monolític, sinó que es caracteritzava per una gran diversitat. Hi havia, és clar, el judaisme de cultura hebrea, que és el que ens ha arribat fins avui, però un bon nombre de jueus, sobretot a la gran metròpoli egípcia d’Alexandria, eren de cultura i parla grega, fins al punt que molts d’ells no entenien l’hebreu. Aquest judaisme hel·lenístic, tot i que es va extingir al segle III, va originar una riquesa cultural i especialment filosòfica notable. Si bé doctrinalment no es diferenciaven dels jueus de cultura semítica, segons Mons. González-Agàpito aquesta gran comunitat judeo-grega “ha estat una tradició interessadament oblidada per tothom”, tant cristians com jueus.
El delegat d’ecumenisme va destacar que el fet que aquest judaisme grec nasqués i es desenvolupés a Alexandria no va ser cap coincidència. Aquesta ciutat del delta del Nil es va caracteritzar des que va ser fundada per Alexandre el Magne com el gran focus intel·lectual del Mediterrani, superant fins i tot Atenes i Roma. Alexandria es va convertir en una ciutat grega, però amb presència de cultures força diverses. Per tant, en aquest entorn tan peculiar l’existència d’un judaisme de parla grega no resultava gens estrany.
Per al conferenciant, el judaisme grec va ser “un intent de la comunitat jueva de fer recíprocament compatibles l’àmbit religiós amb l’àmbit cultural laic, el judaisme amb l’hel·lenisme”. Entre els fruits culturals d’aquest judaisme, Mons. González-Agàpito va citar el filòsof Filó d’Alexandria com a expressió màxima d’aquest judaisme immers en la cultura clàssica, autor d’un pensament original i molt interessant que recull sense problemes el pensament clàssic i al mateix temps una fre profunda en el Déu d’Abraham.
Un altre dels fruits que va sortir de la comunitat jueva d’Alexandria és la traducció al grec de la Bíblia, l’anomenada versió dels setanta. Segons el delegat d’ecumenisme, aquesta traducció demostra que la majoria dels jueus alexandrins necessitaven llegir les Escriptures en grec perquè no sabien hebreu. Aquesta traducció, però, també és important per al cristianisme perquè va servir de base per a la traducció que se’n va fer posteriorment al llatí. El judaisme hel·lenístic, doncs, encara que acabés desapareixent al cap d’uns segles, no va ser una comunitat cultural aïllada i intrascendent, sinó que va exercir una influència més gran del que sovint es creu, i no sempre ha estat comprès en tota la seva veritable dimensió.
Eduard Brufau

miércoles, 21 de febrero de 2007

Conferencia de Febrero

LA ENTESA JUDEO-CRISTIANA DE CATALUNYA
se complace en invitarle a la conferencia:

“ EL ARQUETIPO MASCULINO Y FEMENINO EN EL JUDAÍSMO”

a cargo de MALKA GONZÁLEZ BAYO (Psicóloga, investigadora y analista)

Miércoles, 28 de Febrero a las 19h45 Casa Golferichs,
Gran Via de les Corts Catalanes, 491

miércoles, 31 de enero de 2007

El testigo entronizado, a pesar suyo

Conferencia pronunciada por Ana Nuño

El testigo entronizado, a pesar suyo[1]

Voy a intentar abordar un tema de capital importancia: la relación entre memoria subjetiva y discurso histórico. Desde luego, puede parecer, más que pretenciosa, meramente retórica una afirmación enfática de la importancia de este tema, habida cuenta de que los historiadores, al menos desde Tucídides, precisamente han asentado las bases epistemológicas de su disciplina, por un lado, en la distinción de testimonio directo de los hechos y contrastación y verificación del contenido de fuentes indirectas (documentos oficiales, archivos de materiales de diversas procedencias) y, por otro, en el encaje, no siempre fácil de llevar a cabo, entre estas dos fuentes de información. De alguna manera, afirmar la importancia de la relación entre memoria subjetiva y discurso histórico no pasaría de ser un gesto vano y reiterativo o, para decirlo con la consagrada expresión francesa, un derribar puertas desde hace mucho tiempo abiertas.

Sin embargo, este asunto vuelve a merecer nuestra atención hoy. Reformularé, pues, la cuestión. No sólo se trata de un tema de capital importancia y sobradamente reconocido como tal, sino que su renovado interés se desprende del hecho mismo de que esa evidencia se vea actualmente enturbiada, opacada por el auge de un nuevo paradigma epistemológico, que bien podríamos llamar el paradigma del relativismo. Sobre todo después del 11 de septiembre de 2001, este fenómeno ha ido acrecentándose y ahondándose en nuestras sociedades. A lo que asistimos, y lo que se ha convertido en habitual modo de comentario, interpretación y análisis de los acontecimientos históricos, es a la yuxtaposición de discursos vagamente autorizados (obra de especialistas y también de pseudo especialistas), cada uno de los cuales afirma o niega, estima o desestima los hechos a discusión y debate, pero ninguno de los cuales aspira al establecimiento de “la verdad histórica”. De hecho, la aplicación de la doxa de lo políticamente correcto consiste en partir de la presuposición de que tal cosa como una verdad, mucho más si aspira a la verificación de sus postulados, es una forma de engaño o autoengaño.

Un marxista de vieja escuela diría que “la verdad objetiva” es un constructo de la superestructura ideológica, destinado a ocultar la realidad subyacente de las formas de explotación que realmente tienen lugar y que se plasman en la infraestructura de las relaciones entre las clases, única realidad ésta digna de ser atendida. Valga lo que valga el esquema marxista. Por mi parte, pienso que adolece del defecto de toda hermenéutica de las profundidades, del que el método cabalístico procura un buen paradigma; ese defecto, el defecto de las hermenéuticas abisales, es el de desestimar o infravalorar lo realmente comprobable en aras de la búsqueda de una verdad oculta, a menudo de difícil comprobación en el terreno empírico. Me detengo en este punto un instante para manifestar mi perplejidad ante la reciente evolución del pensamiento de “las izquierdas” en Occidente. Después de todo, el marxismo, acertado o no en sus diagnósticos e históricamente rebatido en sus predicciones, lo fiaba todo al conocimiento y análisis de al menos un tipo de realidad, objetivable y descriptible, por más que hubiera que bucear en el mar de las apariencias para dar con ella. Los nietos y bisnietos del marxismo, las izquierdas progresistas de hoy, se han desembarazado incluso del prurito de buscar y conocer la verdad y someterla a escrutinio. El relativismo, que es la auténtica ideología de izquierdas de nuestro tiempo, aplicado al examen de acontecimientos históricos, conduce inevitablemente a dar por buenos, o al menos por igualmente aceptables y equiparables epistemológicamente, los postulados verificables y las meras opiniones no sometibles a verificación. El efecto de la adopción de este enfoque ecléctico para cualquier disciplina que busque el establecimiento de la verdad es devastador, y llevado a sus últimas consecuencias supone, si no el sueño, al menos la duermevela de la razón. Y ya sabemos que el eclipse de la razón produce monstruos.

Uno de los monstruos más conspicuos y aterradores al que nos toca enfrentarnos, día sí y otro también, es la aceptación equidistante de los opuestos, con su inevitable corolario: la desactivación o desestimación y aun negación de ambos. Y uno de los más perversos ejemplos de ello es la multiforme presencia de discursos negacionistas capaces de convivir con la masiva evidencia de las investigaciones históricas acerca de la Shoá. El relativismo conduce a esto, a un aberrante espectáculo en el que, en el mismo escenario y bajo las mismas candilejas, coexisten la palabra testimonial de los sobrevivientes de la destrucción de los judíos europeos y la palabra delirante y asesina de Ahmadinejad.

El negacionismo es un fenómeno viejo de más de cuatro décadas, pero recientemente sus manifestaciones se han vuelto más peligrosas si cabe, gracias al señalado relativismo ambiente y también a su oficialización en el mundo islámico, una oficialización ahora descarada, si bien conviene recordar que los temas y tesis negacionistas han gozado siempre de muy buena prensa en los países islámicos, y no sólo en el Irán de los Ayatolás, sino, por citar sólo un ejemplo de los más llamativos, en uno de los escasos países islámicos que ha aceptado la existencia de Israel, en Egipto. También otro factor, además del relativismo occidental y el empuje del islamismo, ha venido a añadir virulencia a la propaganda negacionista. Ese factor es el que da título a mi conferencia de esta noche: la elevación del testimonio y de la figura del testigo a instancia suprema de verificación de la Shoá como acontecimiento histórico.

Quiero disipar cualquier malentendido, consciente como soy de que diciendo lo que digo se podrían interpretar mis palabras en el sentido de un reproche de inexactitud a los sobrevivientes de la Shoá que han testimoniado de este suceso. Las víctimas y los testigos de la Shoá no sólo son dignos de respeto, sino que deben ser escuchados con el máximo grado de atención. Como insistía una y otra vez Primo Levi, escuchar al sobreviviente es no sólo un acto de conocimiento, sino también de reconocimiento. Vale decir, es un acto moral. Además, el testimonio de quienes fueron deportados a los campos de exterminio nos ofrece una posibilidad extraordinaria, que no tiene precio: la de alcanzar a escuchar, para utilizar la expresión de Annette Wieviorka, « el murmullo de los muertos sin voz ».

Y sin embargo, es imposible no constatar que el relativismo florece a sus anchas en un contexto en el que a la palabra testimonial se le atribuye más fuerza legitimadora que al discurso histórico, un discurso que forzosamente se autoimpone la contrastación de fuentes de naturaleza diversa y diversa procedencia. Esto parece una aporía, y de hecho lo es: cuanto más prevaleciente o primordial sea para el establecimiento y análisis de los hechos la voz del testigo, más fácil resultará la relativización de su mensaje. Porque si todo se reduce a conferirle auctoritas a la voz que dice “yo estuve ahí y confirmo que tal cosa vi y padecí”, del mismo modo se atenderá a la voz que dice “todo testimonio puede proceder de la manipulación de la memoria o de una voluntad de propaganda ideológica”.

Dicho de otra manera, el problema no estriba en la naturaleza de los testimonios, en la mayor o menor conformidad del relato testimonial a otras fuentes documentales, sino en el estatus o rango que ha acabado asignándoseles a la voz testimonial y la figura del testigo. La figura del testigo no es ya sólo una instancia dotada, según los contextos en los que se produce el testimonio, bien de funciones jurídicas, en el marco de un proceso, o bien indiciales y corroborativas para el historiador que busca describir una realidad histórica dada. El concepto mismo de “testigo” ha acabado desdibujándose parcialmente a fuerza de asignársele motivaciones, funciones y alcances o significaciones muy diversos. Hoy en día, testigo no es ya solamente (solamente, valga decir primordialmente) “aquella persona que vio o escuchó algo y que está en capacidad de certificarlo”, sino todo aquel que se siente investido o es investido por otros para testimoniar acerca de un hecho o suceso acerca del que, como mínimo, ha oído hablar. Hemos tenido ejemplos de esta ampliación de la definición del testigo en procesos judiciales recientes, tanto el que se sigue instruyendo en La Haya contra los criminales de las guerras de los años 90 en la ex-Yugoslavia como en el tribunal especial habilitado en Kigali para juzgar las masacres de tutsis en Ruanda en 1994.

La sed testimonial de nuestra época, alimentada por una judicialización creciente de todos los ámbitos de la vida pública y por la “pulsión memorial” plasmada en esa otra forma de judicialización extrema, la judicialización de la Historia que hoy lleva por nombre “memoria histórica”, esa sed testimonial ha contribuido poderosamente a una redefinición del estatus del testigo y, simultáneamente, a la erosión, banalización y consiguiente pérdida de fuerza de la función validante del testimonio.

Aduciré dos ejemplos recientes, extraídos no ya del terreno de la política sino del ámbito literario, para ilustrar esta “deriva” y banalización de la figura del testigo. El primero, de actualidad, es la novela Les Bienveillantes,[2] de Jonathan Littel, que ha recibido este año el Premio Goncourt, el máximo galardón de las letras francesas. Como saben, esta novela de cerca de 900 páginas ofrece el relato de un SS sobre las atrocidades cometidas por los nazis, especialmente por los Einsatzgruppen. No voy a entrar aquí, porque no es esa la finalidad de la charla de hoy, en la pequeña polémica suscitada en Francia por el libro; tan sólo destacaré que el hecho de que el autor haya decidido “vestir” su relato ficcional con los rasgos característicos de una deposición testimonial es un indicio claro de la prevalencia de la voz del testigo –de su “entronización”– e ilustra las derivas a las que este fenómeno puede dar lugar. El libro de Littel tiene un lejano precedente en La muerte es mi oficio, de Robert Merle,[3] las memorias imaginarias de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, una novela que en su momento fue violentamente criticada por Jean Cayrol. Pero la recepción que está teniendo el reciente premio Goncourt es mucho más complaciente y acomodaticia. Me parece que Claude Lanzmann, con cuyas posturas acerca de la Shoá y sobre todo acerca de sus posibles modos de representación no siempre coincido, ha dado esta vez en el clavo al argumentar que éticamente la novela de Littel es reprobable porque “el verdugo carece de memoria”. La figura del verdugo testimoniando es una anomalía, y lo es porque es absurda, carente de sentido o finalidad moral. El testimonio, que siempre conserva trazas de su origen judicial, es esencialmente testimonio de una transgresión de la que el testigo ha sido, como poco, espectador, y muy a menudo también víctima. Por eso mismo los verdugos, los asesinos siempre callan. Sus actos están más allá de las palabras, pero no en virtud de algún abstruso imperativo metafísico, sino porque hablar de ello equivaldría a asumir la función indicial del testigo, vale decir equivaldría a decir “yo estuve allí”. Tratándose de un crimen, quien allí estuvo sólo puede agregar una de estas dos frases: “y yo lo ví o padecí” o “y yo lo perpetré”. Aunque sólo sea por banal instinto de supervivencia, el verdugo no puede siquiera comenzar a testimoniar de su crimen.

El otro ejemplo es el de un libro cuya publicación se remonta a poco más de diez años, en lo que hace a su aparición, y seis en lo que respecta al desvelamiento de su impostura. Su autor, Binjamin Wilkomirski, músico y clarinetista de profesión, publicó en 1995 un libro testimonial con el título Fragmentos. Memorias de una infancia en tiempos de guerra, 1939-1948.[4] En él se relatan en primera persona y son presentados como hechos autobiográficos episodios espeluznantes de la persecución, deportación, internamiento en los campos y exterminio de la familia del autor, procedente de Riga, así como el azar que le permitió a su protagonista y testigo sobrevivir a una muerte casi segura. El relato se extiende hasta la liberación de Wilkomirski de uno de los campos alemanes y su traslado a un orfanato en Cracovia, antes de su instalación definitiva en Suiza. Después de décadas de silencio y torturadores recuerdos, Wilkomirski finalmente se habría atrevido a poner por escrito el relato de sus terribles experiencias.

El libro de Wilkomisrki, publicado originalmente por uno de los sellos de la prestigiosa Suhrkamp Verlag, conoció un inmediato éxito y se tradujo a más de diez lenguas. Hubo críticos que lo compararon con Primo Levi y Elie Wiesel, incluso con Anna Frank. Wilkomirski fue solicitado en países europeos y Estados Unidos para participar en programas de radio y televisión, y varias entrevistas con él se publicaron en la prensa literaria de mayor prestigio, desde el New Yorker hasta Granta. En estas apariciones entró en detalles que no consignaba en su libro: había sido internado nada menos que en Majdanek y Auschwitz y sobrevivido a experimentos médicos.

En 1998, un periodista suizo, Daniel Ganzfried, publicó en Weltwoche un artículo en el que cuestionaba la veracidad del testimonio de Wilkomirski. Reveló que el verdadero nombre del autor era Bruno Grosjean y que no había nacido en Letonia sino en Biel, en Suiza, en 1941. Su madre, Yvonne Grosjean, lo entregó a su nacimiento al orfanato de Adelboden, donde fue adoptado por una pareja acomodada de Zürich, los Dössekker.

Inicialmente no se dio fe al artículo de Ganzfried, el establishment literario y mediático cerró filas en torno a Wilkomirski. Hubo que esperar la publicación, dos años después, en 2000, de un informe elaborado por el historiador suizo Stefan Maechler (por cierto, a petición de la propia agencia literaria que tenía en cartera a Wilkomisrki). El informe de Maechler corroboró lo sostenido por Ganzfried, aportando pruebas documentales que el periodista no había podido obtener. Maechler describía, con todo lujo de precisiones, cómo Grosjean había dedicado buena parte de su vida a elaborar detalle a detalle de la vida del ficticio Wilkomirski.

Éste sin duda les recordará otro caso sonado de impostura, el de quien durante décadas fue presidente de la Amical Mauthausen en Cataluña. Pero lo sucedido con Wilkomirski es revelador de algo más que una falsificación de personalidad. Si el suizo pensó que podía hacerse famoso y ganar dinero impostando la personalidad de un testigo de la Shoá, ello apunta claramente a esa banalización de la figura del testigo a la que antes me he referido.

Por todo ello no es de extrañar que los historiadores hayan sido los primeros en dar la voz de alarma o, al menos, en manifestar su desconfianza en la sola palabra testimonial como instrumento de validación del relato histórico. El pionero, en esto como en otras cosas, fue Raul Hilberg, en una época en que el fenómeno señalado aún era incipiente. Hilberg, a la hora de elaborar esa cima de la historiografía de la Shoá que es La destrucción de los judíos europeos, deliberadamente rechazó basarse en testimonios orales de sobrevivientes o referirse a obras literarias escritas por ellos y basadas en la experiencia de la deportación y el exterminio. Lo que no quiere decir, de ninguna manera, que haya desestimado los documentos testimoniales; para probarlo está su labor de rescate, contextualización y difusión del Diario de Adam Czerniakow, el presidente del Judenrat del gueto de Varsovia, quien acabó suicidándose al producirse la “liquidación” del gueto. Por cierto, este documento de altísimo valor, y no sólo testimonial sino también ético, ha sido traducido a varias lenguas desde su primera edición íntegra en inglés en 1979, pero aún aguarda ser traducido al castellano o al catalán. Aunque mejor dejo esto de lado, porque haría falta al menos otra conferencia para describir y analizar las lagunas editoriales que sobre todos los aspectos de la Shoá subsisten en estas latitudes, así como para señalar la a mi modo de ver nada extraña coincidencia de que en España la recepción de la Shoá sea notoriamente deficiente y que este país siga siendo el más antisemita, en cuanto a transmisión y pervivencia de estereotipos negativos acerca de los judíos y de Israel, de todas las democracias occidentales desarrolladas.[5]

Resumo lo esencial de lo dicho hasta ahora, en lo que hace a la figura del testigo y el valor de los testimonios. La utilización de ambos con fines instrumentales en ámbitos que exceden los contextos de los que derivan su legitimidad de origen tiene al menos dos consecuencias. Primero, el recurso exclusivo al testimonio, desligado de esos contextos –el contexto judicial, en el que opera como complemento y apoyo de las pruebas, y el contexto histórico, en el que permite al historiador contrastar la veracidad de las trazas documentales–, lo deja inerme ante la tentación de travestirlo y pervertirlo en su significación y alcance. Una significación y un alcance que por sí solos no poseen, y que sólo puede conferirle su inserción en la reconstrucción de las condiciones históricas en las que se produjeron los hechos referidos por el testigo, así como también en aquellas otras en las que se produce el testimonio. Y segunda y muy importante consecuencia: la descontextualización e instrumentalización de los testimonios a la vez autoriza y refuerza la relativización de la “verdad objetiva”. Las políticas conmemorativas, el culto al recuerdo y la memoria, la amplitud e importancia de proyectos museográficos de temática histórica, en suma, la patrimonialización pública de la “memoria histórica” es el contexto en el que la palabra del testimonio es exaltada y entronizada acríticamente.

Como es lógico o esperable al menos, la legitimidad institucional que los poderes públicos otorgan a los proyectos de revisión de la historia ha puesto en el centro de la palestra a sociólogos e historiadores. Vale la pena detenerse un momento en el análisis que de este abigarrado contexto general hacen sobre todo los profesionales de la historia, no sólo por el papel protagonista del que se han visto investidos, en la mayoría de casos a pesar suyo, sino también porque son ellos quienes, conscientes de lo que está en juego, han comenzado a analizar los mecanismos “memoriales” y sus efectos en la búsqueda de la tan denostada “verdad objetiva” de la historia. Voy a referirme únicamente a los historiadores franceses adscritos a la disciplina conocida como “Historia del tiempo presente” o también “Historia muy contemporánea”.

Esta disciplina nació en Francia a fines de la década de 1970 en reacción a lo que algunos historiadores consideraban como deficiencias y lagunas de la escuela historiográfica francesa más eminente del siglo XX, la escuela de Annales, fundada por Lucien Febvre y Marc Bloch. Annales puso por primera vez ante el foco de atención de los historiadores la elucidación del impacto en los acontecimientos históricos de todos los factores contemporáneos a los mismos que la Historia, la disciplina histórica, dejaba de lado en sus análisis: la economía, lo social, la religión, las creencias, las mentalidades. Esto tuvo consecuencias muy importantes de orden metodológico: con Annales, la Historia dejó de ser un compartimiento más o menos estanco para convertirse en una actividad pluridisciplinar. El historiador había de ocuparse no solamente de la descripción más fidedigna posible de los acontecimientos históricos (guerras, invasiones de territorios, conflictos dinásticos o sucesorales, revoluciones). Si la Historia aspiraba a dar de un momento determinado la imagen más fiel a la complejidad de la realidad, debía también recopilar, analizar e interpretar los datos, todos los datos de las diversas facetas de esa realidad multiforme.

En los años 70, el grupo de historiadores que manifestó sus críticas a Annales argumentó su disconformidad no con la metodología de esta escuela, sino con su alcance hermenéutico. Había un punto ciego en Annales: los historiadores que pertenecían a esta escuela se mostraban reacios o impotentes a la hora de aplicar sus métodos a los grandes acontecimientos contemporáneos, a los grandes sucesos del siglo XX, un siglo rico en traumatismos de gran amplitud y devastadoras consecuencias: la revolución comunista, graves crisis económicas, dos guerras mundiales, guerras de descolonización, el genocidio de los judíos europeos y docenas de masacres masivas.

Animados por la intención de aplicar al campo de lo contemporáneo las herramientas de la escuela de Annales, estos historiadores se vieron rápidamente confrontados a un problema metodológico que, por razones obvias, sus antecesores no tuvieron que resolver: la importancia a asignar al testimonio oral de testigos y sobrevivientes y la posibilidad misma de utilizar este material como vehículo de información factual en sus trabajos. No entraré aquí en las diferentes soluciones que han dado los historiadores del tiempo presente a este problema, lo que sería y es materia de un curso universitario. Baste con decir que fue precisamente la búsqueda de soluciones a este problema, el del enfoque historiográfico y tratamiento metodológico más adecuado a dar a los testimonios como fuente de elucidación de la verdad histórica, lo que ha permitido que esta disciplina cobre consistencia.

De paso, los nuevos enfoques y tratamientos del testimonio se han plasmado en obras fundamentales para la comprensión de los fenómenos históricos del siglo XX. Esto es particularmente cierto en el caso de la historiografía de la Shoá. Puede decirse que tras la publicación de estudios como Los Libros del recuerdo, de Annette Wieviorka e Itzhok Niborski; El síndrome de Vichy, de Henry Rousso, y Deportación y genocidio, también de Wieviorka,[6] se ha normalizado la inserción en el relato histórico de los testimonios orales de sobrevivientes y testigos de la Shoá.

Desde otro ángulo, puede también decirse que este tipo de investigaciones históricas permite afinar, matizar y completar el muy detallado cuadro ya trazado por Hilberg. Asimismo permite ir más allá de lo que Hilberg se autorizó a investigar. La realidad económica, administrativa, judicial, policial y penitenciaria de la Shoá aparece exhaustivamente descrita en la summa de Hilberg, pero estos otros estudios hacen visible con gran nitidez el iceberg oculto tras la masa de cifras y documentos oficiales: los rostros, las experiencias, el sufrimiento, el abandono, la soledad y la muerte de las víctimas de aquella gran maquinaria de destrucción.

Hay un valor añadido a esta operación de humanización de la inhumana maquinaria de destrucción nazi, y esa dimensión, además, es propiamente judía. Quiero decir con ello que la labor realizada por estos historiadores, con independencia de que ellos sean o no judíos, entronca con una tradición vivaz en todo el judaísmo, pero muy especialmente entre los judíos de la Yiddishkeit, precisamente la colectividad, la cultura, el modo de vida que desapareció aniquilado por la Shoá. Para esta colectividad, los Memorbukh eran una de sus tradiciones más consolidadas. Cada Kehilá, cada comunidad judía, tenía su Memorbukh, en el que se recogía el martirologio de sus habitantes; de quienes, por ejemplo, en medio de las masacres que acompañaron las cruzadas, habían perecido por el Kiddush HaShem, la Santificación del Nombre. Los llamados libros del recuerdo, los Yizker-bikher, se sitúan en la confluencia de dos tradiciones específicamente judías y notablemente desarrolladas por la colectividad ídish: la memorialista del Memorbukh y la de la escuela historiográfica judía aparecida después de la Primera Guerra, que adaptó a la historia de los judíos los métodos contemporáneos utilizados por historiadores especializados en otros ámbitos. La aplicación de la metodología de los historiadores del tiempo presente al estudio de la destrucción de los judíos europeos ha tenido esta feliz consecuencia: el rescate de una tradición memorialista y su inscripción en el campo de la Historia, vía la aceptación del testimonio como materia historiable.

A estos trabajos debemos también algo muy valioso: después de leerlos es imposible seguir aplicando los viejos esquemas de pseudo-explicación del comportamiento de verdugos y víctimas que fueron dominantes, no hay que olvidarlo, hasta los años setenta. Ni los verdugos eran, en la inmensa mayoría de casos, monstruos pervertidos y sádicos, ni las víctimas fueron, según la consagrada y terriblemente injusta expresión, “ovejas que se dejaron mansamente llevar a las cámaras de gas”. De golpe, la pormenorizada descripción de comportamientos, reacciones, conductas en contextos muy precisos y complejos no sólo no se deja ya reducir a estereotipos en el fondo consoladores para quienes no tuvimos que padecer aquellas situaciones extremas, sino que nos interpela directamente a nosotros, hoy. Porque si los verdugos no eran monstruos ni las víctimas fueron débiles, lo que cabe es tomarse muy en serio la interrogación acerca de lo que el hombre, todos los hombres puedan llegar a ser y hacer en circunstancias extremas.

Pero hay más. La escuela de Historia del tiempo presente, al franquear el paso del testigo al ámbito del relato veridiccional histórico, ha sido llevada a interrogar, a problematizar el estatus mismo del testimonio como materia historiable. Conviene señalar la singularidad de esta revisión del propio instrumental de trabajo de los historiadores. Esa singularidad es doble. Por un lado, muchos de los historiadores que inician este movimiento crítico se especializan en Historia de la Shoá. Por otro lado, el desencadenante de este movimiento es un hecho único: por primera vez en la historia de una masiva destrucción en el marco de una guerra, los hechos a determinar, sopesar, evaluar y relatar no se limitan a lo realmente acontecido, ni las trazas de los acontecimientos se ciñen única o principalmente a los documentos contemporáneos. Por primera vez, para comprender y relatar lo sucedido, el historiador tiene forzosamente que enfrentarse a y tomar en consideración una masa de testimonios de sobrevivientes que es imposible obviar, a la vez por su volumen, por su naturaleza heterogénea, y además por ser productiva con el paso del tiempo: una proporción nada desdeñable de “primeros testimonios” se han producido años, incluso décadas después de los acontecimientos. Es cierto que hay un precedente: la Primera Guerra Mundial dio origen, por primera vez, al fenómeno del relato testimonial de los acontecimientos. Pero la masa documental testimonial de estos dos sucesos no admite comparación, ni por la amplitud de los testimonios ni por la diversidad de los mismos, y ni siquiera por la naturaleza de los autores de los testimonios, ya que la mayoría de los relatos de la Gran Guerra son obra de soldados que participaron en la contienda, y prácticamente no se produjeron testimonios de sus víctimas.

En una segunda etapa, estos historiadores se han propuesta buscar respuestas a preguntas de no poco alcance. Citaré sólo algunas de ellas.

¿Qué relación crítica establece el historiador con el testimonio? ¿Qué peso le confiere en la elaboración de su relato histórico? ¿Cómo es llevado por los testimonios a modificar, por ejemplo, la periodización de su estudio o la selección de otros documentos? También, estos historiadores han comenzado recientemente a indagar en el régimen de historicidad de los testimonios; esto quiere decir que el historiador se pregunta por qué los testimonios fueron valorados y recibidos de maneras diferentes, por ejemplo, y este es un ejemplo canónico, según se produjeran en el marco del Juicio de Nuremberg, entre noviembre de 1945 y octubre de 1946, o en el marco del Juicio a Eichmann, entre abril y diciembre de 1961. De hecho, la historiadora que más de cerca ha estudiado la variabilidad en la recepción y el estatus de los testimonios de la Shoá, Annette Wieviorka (quien ha dedicado un libro a la descripción detallada del proceso de Nuremberg[7]), fue la primera en señalar lo que evidentemente hoy nos parece una anomalía: que en Nuremberg hubo muy pocas deposiciones testimoniales. Exactamente sesenta y una a petición de la acusación y treinta y tres por la defensa. Y es extraordinariamente llamativo que para asentar testimonialmente la realidad de la aniquilación de los judíos europeos, la acusación propusiera y el tribunal aceptara oír a un solo testigo: el poeta Abraham Sutzkever. Como también es revelador de la percepción que se tenía entonces de la magnitud y las consecuencias de esa aniquilación (no sólo traducible en pérdidas de vidas humanas, sino también en le desaparición casi completa de una cultura y una lengua, la cultura y la lengua ídish) que los jueces soviéticos que integraban el tribunal se opusieran a que Sutzkever depusiera en ídish, tal y como este testigo había pedido hacerlo. De hecho, se vio obligado a hacerlo en ruso.

Del mismo modo, Wieviorka y otros historiadores consideran que el juicio a Eichmann constituye el inicio de esa “entronización” del testigo y los testimonios más allá del ámbito judicial, el comienzo de lo que esta historiadora llama “la era del testigo”.[8] Como todos sabemos, tanto Ben Gurion como el presidente del tribunal de Jerusalén, Gideon Hausner, quisieron que ese proceso no se limitara a “hacer justicia”, sino que fuera “una lección de historia”. Hausner escribe, en su propio relato del proceso[9]: “En todo proceso, la demostración de la verdad y el pronunciamiento de un veredicto, aunque esenciales, no son la única finalidad de los debates. Todo proceso incluye una voluntad de rectificación y la búsqueda de la ejemplaridad.” En cuanto a Ben Gurion, en una carta oficial hecha pública el 27 de mayo de 1961, ya iniciado el proceso, es aún más explícito en cuanto a lo que era relevante en el proceso a Eichmann: con este acto de justicia se pretendía “recordarle a la opinión pública mundial de quiénes son adeptos los que actualmente planean la destrucción de Israel, de quiénes son cómplices, conscientes o inconscientes”.[10]

Este ejemplo baste para comprender que la significación y el alcance de los testimonios y los testigos pueden cambiar, a veces radicalmente, en función del contexto y las intenciones, entre otras políticas, que rodean su aparición. Y no se piense que la situación actual no está asimismo condicionada por factores de esta índole. Es significativo el hecho, por ejemplo, de que el formato impuesto por la Fundación Spielberg a las entrevistas testimoniales grabadas y conservadas en su enorme archivo “Historia Visual de los Sobrevivientes de la Shoá” aplique un único y rígido patrón a los testimonios, mediante el cual el testigo tiene que concluir su testimonio pronunciando unas palabras acerca de lo que él piense sean las “lecciones” que las generaciones posteriores a la Shoá deben extraer de las experiencias relatadas. El testimonio tiene aquí, a todas luces, esa función ejemplarizante a la que se refería Hausner y que Ben Gurion quiso conferirle al proceso a Eichmann.

Por último, yo también me voy a permitir una licencia ejemplarizante. Hemos visto que el testimonio de los sobrevivientes y la figura del testigo han sido llevados de una posición marginal para el discurso histórico a ser considerados por algunos historiadores como un elemento central en el estudio de fenómenos históricos recientes y contemporáneos de gran alcance, sobremanera la Shoá. Pero también ha podido verse que el testigo y su testimonio pueden fácilmente ser instrumentalizados en la consecución de fines que poco o nada tienen que ver con la elucidación de la verdad de los acontecimientos que sus palabras atestiguan. En un contexto como el actual, en el que la búsqueda de “la verdad” es sistemáticamente denunciada como una quimera por los relativistas de todo pelaje y en el que en la arena pública se descubre que es posible sacar réditos (institucionales y asimismo electorales) de la explotación y manipulación de los sucesos históricos del pasado, más que nunca es aconsejable atemperar el valor ciertamente único de los testimonios con el rigor de la contrastación con otras fuentes. Y si es cierto, como afirma Wieviorka, que ha comenzado “la era del testigo”, deberíamos ser más cautelosos en nuestras demandas a los testimonios. Los testimonios, dice esta historiadora, “interpelan el corazón, no la razón, suscitan compasión, indignación, a veces rebelión. Estos sentimientos son muy respetables, pero no deben hacernos olvidar que la verdad individual es también una verdad parcial.”[11] La valorización extrema de los testimonios, el hecho innegable, contra el que ya protestaba Primo Levi, de que esperamos del testimonio muchas más cosas de las que puede darnos, no solamente lecciones sobre la historia sino también lecciones de vida, respuestas a múltiples interrogaciones sobre nuestro presente y futuro, esta tendencia puede conducirnos a no percibir lo realmente acontecido sino como una yuxtaposición de relatos individuales y, por ello mismo, altamente relativizables.

El testigo es portador de una verdad individual que fuerza el respeto, de una experiencia de vida que inspira compasión y admiración. Pero comprender la verdad histórica no debe convertirse en una competición de buenos sentimientos y nobles propósitos. Nos va en ello la transmisión a las generaciones futuras de lo realmente acontecido, en toda su complejidad, con la aspiración, siempre idealista y siempre indispensable, de que la comprensión cabal del horror permita su evitación en el futuro.

Muchas gracias.
[1] Conferencia pronunciada el 29/11/2006. Entesa Judeocristiana de Catalunya, Casa Golferichs, Barcelona.
[2] Este era el epíteto consagrado con el que los antiguos griegos se referían a las temibles Erínias, diosas de la venganza. En griego, “Euménides”, “las Benévolas”.
[3] Robert Merle, La Mort est mon métier. Gallimard, 1952. [Hay versión cinematográfica: Aus einem deutschen Leben, de Theodor Kotulla (1977)].
[4] Binjamin Wilkomirski, Bruchstücke. Aus einer Kindheit 1939-1948. Jüdischen Verlag-Suhrkamp, 1995.
[5] “Los resultados de una serie de encuestas sobre antisemitismo realizadas en 2002 en diez países europeos por la empresa Taylor Nelson Sofres para la Anti-Defamation League revelan que el país donde se recogieron las respuestas “más antisemitas” a casi todas las preguntas del cuestionario (sobre el poder de los judíos, su lealtad al país, etc.) es España (…).” P.-A. Taguieff, Prêcheurs de haine. Traversée de la judéophobie planétaire. Mille et Une Nuits, 2004, p. 41 (n. 55).
[6] Annette Wieviorka e Itzhok Niborski, Les Livres du souvenir: mémoriaux juifs en Pologne. Gallimard, 1983; Henry Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours. Seuil, 1987; Annette Wieviorka, Déportation et génocide. Entre la mémoire et l’oubli. Plon, 1992.
[7] Annette Wieviorka, Le Procès de Nuremberg. Rennes, Ouest-France-Mémorial, 1995.
[8] Annette Wieviorka, L’Ère du témoin. Plon, 1998. [De próxima edición en castellano: La era del testigo. Trad. Ana Nuño. Barcelona, Reverso Ediciones, 2007.]
[9] Gideon Hausner, Justice à Jérusalem. Eichmann devant ses juges. Flammarion, 1966, p. 382; citado en A. Wieviorka, L’Ère du témoin, p. 93.
[10] Citado en A. Wieviorka, op. cit., p. 83.
[11] A. Wieviorka, L’Ère du témoin, p. 185.

[1] A. Wieviorka, L’Ère du témoin, p. 185.