domingo, 10 de junio de 2007

Conceptos erróneos entorno al Holocausto

Conceptos erróneos o debatidos en torno al Holocausto
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Conferencia pronunciada por Jaime Vándor

Facultat de Teologia de Catalunya, para la Entesa Judeo-Cristiana de Catalunya (30 de mayo 2007)
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Sras. y Sres.

Tendemos a ignorar las cosas desagradables, evitar los recuerdos penosos, desviar la vista de los espectáculos cuya contemplación nos desagrada, relegar los crímenes de la Historia a archivos sin luz ni aire, donde los contornos se borren y los colores estridentes se vuelvan pálidos.

Pero ese olvido, voluntario para una existencia más fácil, no nos hace más felices, sólo más superficiales, más inconscientes de nuestra responsabilidad como seres humanos. Ni es justo para con las víctimas del pasado, ni nos ayuda a evitar males futuros. Sólo el conocimiento y la perplejidad ante nuestras limitaciones y nuestros excesos nos pueden hacer recapacitar, y de forma permanente, acerca de la agresividad y la violencia que, una y otra, vez renacen en nuestras sociedades y que hacen peligrar nuestras vidas, y también la salud de nuestro espíritu, salud por la que entiendo la serenidad. Y si alguien se pregunta ¿yo qué puedo hacer? La respuesta es en primer lugar: conocer.
¿Por qué el título Conceptos erróneos o debatidos en torno al Holocausto? Se trata de analizar, remontarnos a algunos conceptos o hechos que a mi entender no quedan suficientemente claros en la conciencia pública, incluso a niveles muy ilustrados. Así, el mismo término Holocausto, muy discutido (Semprún califica su uso como obsceno); el concepto de víctima que demasiado a menudo da lugar a confusiones, lo mismo que el de superviviente; el problema de la responsabilidad y su alcance; la legitimidad del tema del Holocausto en las artes: literatura, cine, teatro, bellas artes, legitimidad recusada desde distintos ámbitos, etc. En todo esto no hemos de ver una curiosidad o inquietud meramente intelectual, se trata de atajar ambigüedades o enfoques equivocados que entrañan un manifiesto peligro.

1.
El primer punto, y seguramente el más largo, será: a qué llamamos Holocausto, qué diferencia hay entre Holocausto y genocidio, por qué el término es preferible al genérico Auschwitz, y qué pasa con el término hebreo Shoá.
La palabra genocidio es relativamente reciente. La empleó por primera vez el jurista judío polaco Raphael Lemkin en 1933, proponiendo a la Liga de Naciones que definiera el concepto genocidio como delito y legislara al respecto. Se llegó a ello tras la II Guerra Mundial y Lemkin [Polonia, 1900-EE.UU. 1959] formó parte de los redactores. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) que había sustituido a la Liga de Naciones en junio de 1945, reunida en París el 11 de diciembre del mismo año 45 definió el genocidio como la aniquilación (eliminación) total o parcial de un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Se incluyen como genocidas los que toman los acuerdos, en su caso legislan al respecto, así como los que ejecutan el delito, sea directamente, sea incitando al odio contra el grupo perseguido. [Para ampliar ver EJ, 7/ 409 y 11/11]
Dicho término –genocidio- no figura todavía en la legislación que contempló el primer Juicio de Nuremberg que había comenzado casi dos meses antes [18 de octubre], pero sí el concepto, bajo la denominación de los delitos tipificados como “crímenes contra la Humanidad”.
Aunque la palabra genocidio sea reciente, genocidios hubo siempre, a veces por prejuicios, por fanatismo religioso, ideológico o bien por conveniencias políticas, como la reiterada eliminación de los pobladores de determinada regiones o países para sustituirlos por otros (caso de las conquistas coloniales, por ejemplo en las Indias o en América del Norte). A menudo se cita como el primer genocidio de los tiempos modernos el de los armenios perpetrado por los turcos, especialmente entre 1915 y 1918. Pero anterior es, y demasiado olvidado queda, el de los negros del Congo Belga bajo el rey Leopoldo II de Bélgica, en las dos últimas décadas del s. XIX, con sus siete u ocho millones de muertos.
Ahora pasamos al Holocausto. Es un genocidio de características propias y que se ha producido por primera vez en la Historia. Se trata de un fenómeno del siglo XX que ha afectado no sólo a perseguidores y perseguidos, sino que ha puesto en entredicho los fundamentos mismos del progreso moral, habiendo evidenciado, inesperadamente, la casi nula influencia de una educación y de una civilización que se creían sólidamente cimentadas en la multisecular influencia de la religión cristiana. No es de extrañar, pues, que tal fenómeno nuevo esté produciendo una literatura igualmente nueva, interesante, comprometida y, por desgracia, nada halagüeña para la autoestima del género humano. El progreso moral ha quedado en entredicho. El Holocausto como “genocidio de características propias” ha afectado, entre otros, los estudios de psicología, ampliando el concepto de la permeabilidad del ser humano frente al mal, y su influencia tampoco ha sido ajena a la filosofía (el imperativo categórico de Kant puesto en entredicho por Adorno).
El Holocausto fue el intento de exterminio masivo y total de una minoría, de forma sistemática, planificada y organizada desde despachos ministeriales, y con el apoyo de todos los medios oficiales del país ejecutor -educativos, culturales, propagandísticos y militares-, así como con la colaboración de los hombres de ciencia. Para fomentar el odio necesario a sus fines, el régimen hitleriano empleó una pseudociencia basada en la pretendida superioridad de una raza, por supuesto la suya, sobre las restantes. Utilizó recursos psicológicos para la paulatina deshumanización de las víctimas, con objeto de evitar la posibilidad de su reacción y su autodefensa. Por cuanto precede, fue un tipo de genocidio que, repito, se dio por primera vez en la Historia. Así que conviene tener cuidado con la utilización del término. Emplear las denominaciones nazi u Holocausto fuera de contexto, para descalificar o denigrar, banaliza el concepto, convierte lo extraordinario, lo excepcional en cotidiano, relativiza el horror concreto, localizado y de género singular en algo generalizable, y por tanto negligible y trivial.
En otras palabras, y brevemente, toda masacre es el súmmum de lo inhumano, y lo es todo genocidio. Pero así como el Holocausto es un genocidio, no todo genocidio es un Holocausto.

Ahora vamos a examinar la palabra Holocausto. Se trata de un término de origen griego que designaba un tipo de sacrificio que los judíos de la Antigüedad ofrecían a Dios, y en la que la víctima, un animal, quedaba consumida íntegramente por el fuego [holos = todo, kaustos = quermado]. Como tal ofrenda, era un acto religioso que nada tiene que ver con el inconmensurable crimen de los nazis. Desde hace años existe una cierta moda purista de fruncir la nariz al oír holocausto por su origen religioso y por tanto improcedente. Son muchos los que prefieren el vocablo hebreo shoá, que ya en el Antiguo Testamento significaba destrucción, ruina, calamidad, y con el que el idioma hebreo actual designa el genocidio nazi. No tengo nada contra shoá, pero la sustitución no hace sino reemplazar un equívoco por otro, pues tampoco ese antiguo término hebreo, ajeno a los sacrificios religiosos, daba a entender en su tiempo nada parecido a los extremos a los que los perpetradores del Tercer Reich llegaron (e incluyo a los colaboradores muchas veces entusiastas de los países conquistados). Si el hecho es nuevo, no puede haber un término antiguo que lo hubiera cubierto.
Innumerables autores utilizan exclusivamente Auschwitz para designar la persecución y el exterminio nazis. Asi Günter Grass en sus reflexiones autobiográficas de 1990, tituladas Escribir después de Auschwitz o Enzo Traverso en su ensayo La historia desgarrad. El mismo subtítulo de esta obra, indispensable, reza Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales (en él Traverso estudia cómo reaccionaron algunas de las mentes más destacadas ante el hecho del exterminio, antes, durante y después). Decir Auschwitz entendiendo por él a la vez Dachau, Mauthausen, Treblinka, Majdanek, Bergen Belsen y Chelmno, y Belzec y Sobibor, y Buchenwald y Ravensbrück, etcétera, me parece una reducción engañosa, una simplificación que da a entender el todo por la parte. Si bien Auschwitz era el más mortífero de los de exterminio, había un centenar largo más de campos de concentración, y había los ghettos, entre ellos el de Varsovia con centenares de miles de víctimas, más las masacres tipo Babi Yar, y todas las matanzas u ocasiones para morir imaginables, o más bien inimaginables. Por otra parte, decir Auschwitz puede expresar, por extensión, la gran tragedia de los millones de condenados, pero deja fuera la ideología racista que dio origen y alimentó las persecuciones, y que hoy en día sí está detrás del término Holocausto.
¿Que Holocausto hoy está completamente alejado de su significado original? No por ello debe de sustituirse necesariamente este término por otro. Por varias razones. El lingüista lo que debe hacer es observar, consignar los usos y conocer lo que expresaba determinada palabra o giro en el momento concreto en que fue pronunciado o escrito. Por supuesto, puede desaconsejar o condenar, pero nunca ha de olvidar que la lengua es una cosa viva, la crean los pueblos, y no los puristas cuyas reprobaciones son ignoradas en la calle. Obviamente me refiero a lo respetables blasonados en los sillones de todas las Academias de la Lengua.
Una palabra significa una cosa durante una época, y otra época le da un sentido distinto. “Hecatombe” etimológicamente procede de un sacrificio solemne de cien bueyes [hekaton = cien, bous = buey]. Un “simposio” era una reunión de varios días para beber, de gente de una misma profesión [posis = beber, syn = juntos]. Tanto es así que el diálogo de Platón del mismo título se traduce por “banquete”. - En su día no se entendía lo que entendemos hoy por cínico, epicúreo, fariseo o vándalo, designaban conceptos respetables, palabras cuyo contenido ha cambiado con los tiempos. ¿Dónde quedan los significados originales de nevera, disco, coche, película? La nevera antiguamente era un sitio en el campo donde se guardaba la nieve. El disco entre otras cosas podía ser una joya o servir para el juego del discóbolo, por supuesto sin relación alguna con la música. El coche era un carruaje tirado por caballos, y una película una membrana. No es lo mismo un amante en una antigua novela caballeresca que en un vodevil del siglo XIX. En Galdós “hacer el amor” era cortejar a una mujer, hoy designa el acto físico.
Del mismo modo ¿cuántos de los que oyen hablar de holocausto piensan en su significado clásico? La palabra se ha impuesto, y su introducción por cierto es muy tardía: hasta finales de los años sesenta se hablaba de persecuciones de los judíos, o de “solución final”, expresión sancionada en la conferencia de Wannsee por los jerarcas nazis en enero de 1942. Durante décadas la voz holocausto no aparecía con su significado actual en ningún libro o enciclopedia. Ignoro quién empleó por primera vez holocausto para lo que hoy todos y en todos los idiomas entendemos por ello, pero está claro que faltaba un término específico para un concepto nuevo; no por otro motivo el vocablo se universalizó rápidamente, y a esto ya ningún lingüista local podrá poner coto. La difusión fue a raíz de un serie televisiva norteamericana de 1978 que llevaba Holocausto como título, basada en un guión de Gerald Green, serie que fue un revulsivo histórico en Alemania. No importa la etimología del término, pues no crea ninguna confusión: el nuevo contenido de la palabra ha borrado su significado original, clásico, por completo. Así lo ha entendido el mismo Enzo Traverso que ya no habla de Auschwitz para significar el genocidio nazi, pues considera que el término Holocausto se ha impuesto de una manera imbatible.

2.

Pasamos a otro tema, más conceptual que lingüístico: la definición de la víctima y del superviviente.
Se da el hecho siguiente: la inmensa mayoría de la gente, incluyendo a los intelectuales, cuando se habla de holocausto, piensa de inmediato en los campos de concentración, lo cual es una limitación indebida de la realidad histórica. Lo mismo pasa cuando se habla de víctimas: tendemos a entender por víctimas a los muertos.
La verdad es diferente: en rigor, el concepto de víctima, y por lo tanto de holocausto, es muchísimo más amplio. Víctimas del holocausto fueron no sólo los asesinados por gas o los muertos por inanición, debilidad, enfermedades, castigos o experimentos médicos, etc., en los Lager. También fueron víctimas, sin duda alguna:
1. Los transportados a los campos, en trenes, durante días, en vagones de ganado precintados, sin espacio, agua, aire, ni lugar para defecar, o bien los obligados a efectuar el camino a pie en las famosas “marchas de la muerte”, durante las cuales se mataba de un tiro a los rezagados o a los caídos por extenuación.

2. Víctimas fueron también los supervivientes de los campos que habían pasado en ellos meses o años, de tortura física y psíquica difícilmente descriptibles.
3. Los obligados a trabajar en fábricas o minas en calidad de esclavos, material utilizable mientras podían ser explotados provechosamente, material desechable cuando dejaban de estar en condiciones de producir.
4. Los varones en edad militar, enviados al frente del Este en destacamentos paramilitares, a menudo sin pertrechos ni la ropa adecuada. Utilizados para la recogida de minas, cavar trincheras, otras veces enviados a la primera línea como avanzadillas desarmadas.
5. Los hacinados en los ghettos, cercados y destinados a morir por inanición. Los ghettos, con excepción del de Budapest, eran finalmente destruidos y sus habitantes deportados o liquidados.
6. Demasiado relegados al olvido quedan las víctimas judías del frente del Este conquistado por la Wehrmacht, habitantes de poblaciones ucranianas, rusas, de los países bálticos, etc. Fueron exterminados masivamente por unos destacamentos especiales llamados ”Einsatzgruppen” (“grupos o comandos de carga”), con la colaboración de la policía o la gendarmería local. Por lo general eran fusilados junto a fosas comunes que les hacían excavar previamente; otras veces eran encerrados y quemados en sus sinagogas. Su número se calcula en 1.400.000.
7. También son víctimas, no importa que no sean mortales, los evadidos, sumergidos en la ilegalidad, que vivían escondidos o bien se hacían pasar por cristianos; los que pasaron mil penalidades hasta llegar a una frontera que traspasaban clandestinamente. En el caso de Suiza eran generalmente entregados de nuevo a los alemanes, cosa que no ocurría con los judíos que atravesaban los Pirineos.
8. Y finalmente, los suicidas. Muertes voluntarias, producidas a veces ante la inmediatez de la deportación, pero muchas otras también años o décadas después de terminada la guerra, como la de Paul Celan (1970), Jean Améry (1978) y Primo Levi (1987), para mencionar algunos nombres importantes precisamente para la elaboración literaria y el análisis de nuestro tema.

Sin embargo, la lista no se agota con lo enumerado. También son víctimas, a otro nivel, los centenares de miles que lograron emigrar a tiempo, pero que perdieron su patria, sus bienes y a una parte de sus familiares; los que tuvieron que renunciar a la continuidad de sus estudios, o bien a su profesión, al no poder ejercerla en el nuevo país de residencia. Entre éstos figuraban especialmente las personas ligadas profesionalmente o al idioma o al conocimiento de las leyes vigentes en su lugar de origen: así periodistas, académicos, actores, abogados, notarios, magistrados, docentes de todos los niveles, y toda clase de profesionales cuyas circunstancias no les permitían convalidar sus estudios en su nuevo destino.
En esta enumeración de las víctimas sería injusto olvidar que no sólo hablamos de judíos. Los gitanos, debido en parte a su cultura nómada, a sus costumbres, su carencia de medios y falta de tradición de estudios y escritos, no disponen de investigadores y de eruditos que rebusquen en archivos, recojan testimonios de historia oral y elaboren el cuadro numérico, geográfico, etc. del


holocausto sinti o roma. El número de gitanos exterminados por el nacionalsocialismo oscila, según las fuentes, entre 350.000 y medio millón. Nunca se sabrá el número siquiera aproximado, porque debido a su trashumancia, en su mayoría no estaban censados. Luego están los eslavos, moldavos, ucranianos, bielorrusos, polacos, lituanos, rusos que suman varios millones de muertos (sin incluir a los caídos en el frente). Los Testigos de Jehová, aunque fueran alemanes, como los opositores del régimen, comunistas, socialdemócratas. Los sacerdotes católicos y pastores protestantes, igualmente alemanes que se oponían al régimen desde el púlpito, sin respaldo alguno por parte de sus superiores. Los homosexuales, una minoría siempre considerable y expuesta. Los disminuidos físicos que eran eliminados como bocas inútiles, lo mismo que los enfermos mentales o los ancianos aquejados de demencia senil.
Ahora quiero dedicar unas palabras a las víctimas no sólo del régimen nacionalsocialista, sino a los que podríamos denominar “víctimas de su ideario”. Habría que preguntarse, hasta qué punto la persona que odia, tanto si perpetra crímenes en un sistema en que éstos son legales, como si no los comete, pero sí se siente partícipe de una ideología que le lleva a odiar, si esa persona no es también víctima, de su propio sentimiento que es una pasión destructora, y de su ceguera que le obnubila y le impide razonar serenamente. En el origen de esta pasión, el odiador es víctima de unos prejuicios que le han inculcado y de unas enseñanzas detrás de las cuales están la prensa, los medios (en tiempos del régimen hitleriano, especialmente la radio), así como la docencia a todos los niveles, el silencio de las altas jerarquías de las distintas Iglesias, una historiografía tendenciosa, y, en último término, filósofos como Hegel (1770-1831) que asignan al Estado una superioridad absoluta sobre el individuo. Por supuesto estas “víctimas de su ideario” son de una inocencia dudosa y no pueden incluirse entre las víctimas de Holocausto.

3.
Eso nos lleva a la cuestión, tan difícil, de la responsabilidad. La generación que colaboró, activa o pasivamente, en el Holocausto, está cercana a extinguirse, y es opinión generalizada, que yo comparto, que los hijos no son culpables de los crímenes de sus padres. Pero sí queda la responsabilidad que es distinta de la culpa. Una responsabilidad histórica que está echando una sombra sobre la totalidad de las sociedades alemana y austriaca, sombra que no hace más que aumentar. Cualquier estudioso de la literatura alemana y austriaca, actual y de los últimos sesenta años, sabe que ha de partir del hecho de que el tema predominante de la misma es esta responsabilidad. Hubo unas décadas de silencio que los alemanes llaman das lange Schweigen, algo así como ”el prolongado callar”, en las que no se hablaba del pasado, por miedo, por vergüenza, ocultación o, también, ganas de olvidar y pasar la página. En vano los hijos preguntaban a los padres, había un silencio consensuado, de motivación varia, que es actualmente tema de libros, estudios, seminarios, incluso en España, como en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, en mayo de 2005, con la intervención, durante días, de escritores y profesores alemanes, traídos por el Goethe Institut (Instituto Alemán de Cultura).


¿Motivos de este silencio? Múltiples. Uno podía ser el deseo de olvidar lo desagradable, echar tierra sobre la actuación propia o de familiares. Otro el no mermar la autoestima de la generación siguiente. Otro, no contar nada a los hijos para que no lo repitieran fuera, lo que hubiera podido originar que se exigiera la devolución de bienes expropiados, pisos, muebles, joyas, negocios que habían pertenecido a los judíos deportados, o bien, de objetos provenientes del saqueo sistemático de los 16 o más países europeos conquistados. O lo que era peor, la pérdida de empleo de los rápidamente desnacificados.
Uno de estos escritores alemanes mencionó en el C.C.C.B. que la frase más escuchada tras el término de la guerra, era “yo no sabía nada” o “nosotros no sabíamos”, y los que preguntaban tardaron años en descubrir cómo esta frase encubría una mentira, o al menos disfrazaba la realidad de gentes que hubieran podido saber, pero que preferían ignorar. Reich-Ranicki subraya en su autobiografía que la reacción habitual de los jóvenes, tras la guerra y ante la evidencias, era pensar, o decir, “Nunca un alemán hubiera hecho esto”. Son muy abundantes los libros, crónicas, memorias, novelas alemanas que refieren indagaciones de descendientes sobre la actuación de hermanos mayores, padres, madres, abuelos. Personas ávidas de saber que nada consiguen averiguar por los familiares, pues éstos han quemado las cartas, los diarios para borrar huellas. Otro de los escritores contó que la respuesta de su madre a sus preguntas siempre fue: “de los muertos no se habla”.
A partir de los años setenta el tema ha dejado de ser tabú, las nuevas generaciones han querido y quieren saber. Miles de personas concienciadas no judías visitan los campos de concentración y el tema se ha vuelto literalmente cotidiano en todos los canales de televisión alemanes, hasta un punto inimaginable para nosotros. La literatura del Holocausto llena bibliotecas enteras, en Alemania y en todos los países que el Reich había ocupado.
Sin duda el que el pueblo alemán asuma su responsabilidad histórica, no sólo en las persecuciones, sino también en el estallido de las guerras, es bueno. No hay que olvidar que todas las grandes guerras europeas, desde la unificación alemana de 1871 (con el káiser Guillermo I y el canciller Bismarck), se originaron por el afán expansionista alemán, y que ya a comienzos del mismo año 1871, en la guerra franco-prusiana, las tropas alemanas ocuparon París. Con respecto a la II Guerra Mundial son los mismos escritores alemanes los que hablan de “vergüenza heredada”, de “la culpa del pasado”, como el Nobel Günter Grass que siempre recuerda a sus compatriotas que la libertad les ha sido regalada por los aliados, ya que, según dice, los alemanes poco o nada hicieron liberarse de su régimen.
Günter Grass -que ahora se autoincrimina o poco menos-, vive en conflicto con su propia nación y prefiere residir fuera de las fronteras de su país, ya que no se identifica con las características y modo de ser de su pueblo. (Ya Nietzsche, uno de los autores que engendró la idea del superhombre y de un pueblo de amos dominador de pueblos de esclavos, descalificaba violentamente el carácter germano). Y aquí podemos mencionar al dramaturgo y escritor Thomas Bernhard, ya fallecido, el rasgo principal de cuyas provocativas obras es el desprecio de sus compatriotas austriacos, vistos por él todos ellos como nazis, hasta el punto de que llegó a prohibir la representación de sus piezas en Austria.


Los políticos alemanes una y otra vez aluden al genocidio y a la responsabilidad de Alemania en la II Guerra Mundial, y eso puede ser positivo de cara al futuro. El pedir perdón a toro pasado, a mi juicio carece de sentido, el perdón habría que pedirlo a las víctimas que ya no están, y lo deberían hacer los victimarios. Que en nombre de los culpables unos inocentes pidan perdón a otros que no vivieron los ultrajes sin embargo es bueno, pues contribuye a que la responsabilidad histórica penetre en la conciencia popular. Quizá ello sirva para evitar volver a caer en los mismos errores, si es que, minimizando, los queremos llamar así. Hasta los años setenta gran parte de los alemanes aún se veían como víctimas de una contienda perdida. Parte de la población lo que reprochaba a Hitler no era el que hubiera metido el país en la guerra, causando la destrucción de sus ciudades, la ocupación y posterior división de su patria, sino que la hubiera perdido. Esto afortunadamente ha cambiado, las generaciones más jóvenes han recibido otra educación, al menos en la Alemania Occidental, viajan, ven o leen otros medios, la democracia parece haber arraigado. Al menos esto afirman los que por todo el país realizan estudios y encuestas al respecto.

4.
Lo que precede nos conduce a la pregunta de si a la posteridad le es posible aprender de la Historia.
Hace unos años me preguntó Constantino Romero en una entrevista, en Radio Nacional: “¿cree usted que los pueblos aprenden algo de la Historia, que las experiencias sufridas por una generación pueden servir de lección para las generaciones siguientes?”

No creo que exista respuesta a tal pregunta, nada que sea generalizable y se pueda demostrar con datos. Pero lo que sí está claro, en todo caso, es nuestra obligación de intentarlo, intentarlo incansablemente, hablar de cuanto ocurrió una y otra vez. El bien y el mal son constantes de la Historia, pues son, desde siempre y para siempre, inherentes a la naturaleza humana. Guerras siempre habrá, y persecuciones, y crueldad, pero ¿vamos a callar por eso, dejar que las cosas sigan su curso, sin oponernos con todas nuestras fuerzas, sin empeñar toda nuestra energía vital en apuntalar el bien, y alertar contra el habitual riesgo de las conciencias muellemente adormecidas, mientras los esbirros no llaman a nuestra propia puerta? Por ahora las ciencias carecen de medios para combatir el mal, cuando éste procede del hombre mismo. Pero el conocimiento probablemente sea una ayuda. Es cierto que esto es difícil de probar: por ello pienso que creer en la utilidad de la memoria histórica es un acto de fe.

Y otra cosa: el recordar no es solamente un misión para prevenir males del futuro. También es una obligación para con aquellos que han sufrido y han pasado por torturas que ni podemos concebir - afortunadamente, hay que añadir, pues si pudiéramos, ya no nos sería posible volver a conciliar el sueño -. Recordar es la expresión de lo que mi madre, en paz descanse, llamaba en mi alemán materno Pietätsgefühl, un sentimiento de piedad respetuosa que debemos a nuestros muertos.



El hombre propende más a la pasión que a la reflexión y los pueblos tienen la memoria corta. En el mundo sigue habiendo violencia, represión, explotación, tortura e injusticia, aunque, exceptuando Yugoslavia, para Europa la segunda mitad del siglo XX ha sido mejor que la primera. Pero desconfiemos de la seguridad: el mal es una opción abierta y nunca se adormece definitivamente. Todo puede repetirse. Mantengamos la conciencia alerta.


5.
Sobre la legitimidad de las artes; qué se puede mostrar y cómo.

Si se puede aprender de la Historia, también las artes son una vía de conocimiento y de concienciación. El problema de las artes en relación con el Holocausto radica en que en el arte se combinan, la mayor parte de las veces, la ética y la estética, y a veces la belleza distrae de la finalidad. Hace algún tiempo vimos en la prensa reproducciones de obras del pintor y escultor colombiano Fernando Botero, una serie de cuadros en los que plasmaba la impresión que le produjeron las fotografías de las torturas de la prisión Abu Ghraib, en el Iraq. Hubo personas, artistas o no, que protestaron porque en las pinturas los prisioneros torturados tenían las mismas formas obesas y los colores vivos de otros cuadros de Botero, tan conocidos, y que recordaban sus majas, sus burgueses o sus animales domésticos. Un estilo personal, no exento de belleza y de caracteres caricaturescos que no parecía adecuado para la denuncia. –
En las Bellas Artes se presenta la duda, de qué modo evocar el sufrimiento en los monumentos conmemorativos erigidos en los campos de concentración, así como en los museos. Había visto muchos de estos monumentos en diferentes ciudades y la belleza nunca me había molestado. Sin embargo, hace pocos años visité Mauthausen, donde dos docenas de países conmemoran a sus víctimas con esculturas y memoriales, y allí me chocó la belleza de las formas y también a veces la nobleza del material empleado. ¿Es realmente un siniestro lager un sitio para que el artista se exprese con belleza? La perfección estilística en ese lugar tan truculento a muchos les provoca rechazo, pues hace que te olvides del horror. Posiblemente se pueda relacionar con esto el que, pese a que la realidad siempre se presenta en colores, las fotografías en blanco y negro parezcan más fieles o impresionen más que las de color. Los colores son distraídos, voluptuosos, alegres, la realidad objetiva es seca, descarnada, el sufrimiento monocolor.
Se pensaría que los libros no dan lugar a objeciones. No es así. Todo el mundo admite como legítimos los relatos autobiográficos, sean auténticas obras de arte estilística, sean meras rememoraciones testimoniales, pero en lo que hay desacuerdo es en las novelas de creación. Muchas voces critican que escritores que no han vivido los hechos, o que incluso pertenecen ya a generaciones posteriores y a otros ámbitos geográficos, utilicen los campos de concentración o los ghettos como tema o marco de sus obras: les parece una moda, un recurso comercial o una expresión de mal gusto, en todo caso un abuso. A mi juicio, el Holocausto es Historia, y nadie puede impedir que un autor se inspire en cualquiera de los hechos luctuosos del pasado, siempre que lo haga con veracidad y respeto. ¿Cuántos asesinatos y lances cruentos aparecen en los dramas de Shakespeare, referidos a figuras históricas? Nadie censura que Tolstoi se haya basado en las guerras napoleónicas para su Guerra y Paz, Franz Werfel en las masacres de los armenios

para Los 40 días de Musa Dagh, etc. La literatura se ha inspirado en la venta de esclavos, la peste medieval, la Inquisición, el Terror de la Revolución Francesa. Es inevitable que el Holocausto sugiera obras de creación para los escritores, poetas, dramaturgos. La Shoá está dando buenas obras literarias de ficción, para cuya enumeración no es el momento aunque deseo mencionar en España, El comprador de aniversarios, de A. García Ortega, o en catalán El violí d’Auschwitz de Maria Àngels Anglada, ya fallecida, o La memòria del traïdor, de Viçens Villatoro.
Revuelo internacional suscitó un cómic, ya célebre: Maus, de Art Spiegelman (Premio Pulitzer 1992), donde el artista describe las vivencias de sus padres en la Polonia ocupada, en forma de tiras gráficas que por supuesto de cómicas no tienen nada, pero sí de chocante: las personas aparecen con figura humana, pero los judíos con cabeza de ratón, los nazis con cabeza de gato y los polacos con cabeza de cerdo. Pasada la primera impresión, yo creo que la obra es válida y nada divertida.
La literatura del holocausto, a mi juicio, describe horrores y crueldades con un realismo que las literaturas anteriores, del s. XIX y hasta de la guerra del 14, evitaban mostrar. Cuando se leen los Recuerdos de la casa de los muertos, de Dostoievski, sobre su cautiverio en Siberia, se tiene la impresión de que la realidad debía de ser aún bastante más dura. O influía el temor a la censura zarista, o bien la época no estaba madura para leer cosas que tras el holocausto se han hecho habituales. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, sugiere atrocidades, copiadas de la realidad vista con los propios ojos del escritor en el Congo, pero más las sugiere que las describe. Éstos no son más que dos ejemplos y no faltan relatos de historias reales terroríficas en todas las épocas, de crucifixiones, cólera, galeotes, mutilaciones, cárceles; el escritor se adecua a la sensibilidad de sus lectores y parece que hoy podemos soportar más. Hay episodios de los campos de concentración que podemos leer solitarios en la butaca, pero no comentar en voz alta a la familia, pues relatadas a viva voz resultan intolerables.
Parecidamente pasa en el cine. Por espantosas que sean a veces las cosas que nos muestra, nunca el cine podría plasmar el horror tal como se ha producido, pues el espectador huiría de la sala mareado o vomitando. Por el impacto que producen las imágenes, la literatura puede permitirse llegar más lejos que la pantalla.
No voy a entrar aquí en detalles en cuanto a cine (y dejo de lado el cine documental, sin que se pueda negar que también puede ser arte). He participado en diferentes debates sobre los valores de La lista de Schindler y La vida es bella, y los argumentos en pro y en contra son inacabables. Menos debatidas por sus imágenes son El pianista de Varsovia, Amén, o, la todavía más espeluznante, La zona gris. Otras como la húngara Sunshine o la italiana El Cónsul Perlasca han pasado aquí casi desapercibidas, en parte porque la crítica no ha comprendido el parcial valor documental de las cintas, tomando algún lance dramático por invención o por un gratuito efecto hollywoodiano. En contra de lo que se oye decir muchas veces, yo creo que globalmente la producción de tales películas puede





considerarse positiva, porque a través de ellas la realidad atroz de los ghettos y del mundo concentracionario llega a un público que los libros o los documentales no alcanzarían jamás.
En música poco se ha hecho sobre el Holocausto. Aquí en el contexto en que estamos, lo que nos interesa es el texto. Una obra sinfónico-coral de Arnold Schönberg, Un superviviente de Varsovia, decepciona por el final que acaba en una especie de catarsis de texto y de música que creo que está fuera de lugar.
Para terminar, unas palabras sobre los museos del Holocausto, cada vez más abundantes y en varios continentes. En principio son de dos tipos: los ilustrativos, con intención didáctica, y los que añaden lo que yo llamaría una intención emocional. Los primeros muestran mucha documentación, fotografías, paneles explicativos, mapas, y tienen vitrinas de ropas, zapatos, camastros, botes de Ciclon B, a veces gafas, dentaduras postizas, pelo humano, maletas; todo ello impresionante, pero en principio tratando de mantener un cierto distanciamiento brechtiano, para que la mente pueda juzgar. Así son también las salas de exposición de la mayoría de los campos de concentración, en el interior de los mismos o adyacentes. No hay dramatismo arquitectónico, pues el mismo campo es suficientemente pavoroso.
Los otros museos son obras arquitectónicas sobrecogedoras cuya intención es sumergir al visitante en un ambiente que sugiera los campos de exterminio. También exponen todo lo citado anteriormente, pero en un ambiente oscuro, con pasillos o celdas claustrofóbicas, juegos de luces y de sombras. Así parecen ser los de Washington y de Berlín. En la Casa del Terror, de Budapest, que compartía las atrocidades nazis con las de la posterior policía secreta comunista en un mismo edificio que sirvió sucesivamente para ambos regímenes, previa advertencia para espíritus demasiado sensibles, existe un ascensor que desciende muy lentamente, mientras una voz relata los pormenores de un ahorcamiento. Cuando se llega al fondo, el visitante se encuentra frente a la horca. En una habitación contigua se pueden contemplar los instrumentos de tortura empleados y manchas de sangre en el suelo.
La ampliación reciente del Museo Yad Vashém de Jerusalén es predominantemente subterránea. Complejas galerías excavadas en la montaña, estructuras dramáticas, altas y estrechas, a veces convergentes, describen los diferentes capítulos de la Shoá, con presentaciones multimediáticas e interdisciplinarias en un esquema arquitectónico de forma prismática triangular. Más allá, en la Sala de Nombres un enorme cono con 600 fotografías de víctimas mortales del Holocausto refleja estas imágenes en un cono inferior excavado en la roca y lleno de agua. (También los museos de Budapest, Praga, etc. rinden un culto especial a los nombres de los fallecidos.) En la sección más antigua del Yad Vashem un juego de luces y espejos evoca a los niños como estrellas infinitas en el firmamento, mientras una voz recita sus nombres y edad. Aparte de las salas explicativas, de la biblioteca y de la Escuela de Estudios del Holocausto, hay jardínes de esculturas y un laberinto de bloques, con el nombre de las cerca de




5000 comunidades judías aniquiladas o severamente dañadas en la Shoá. El archivo contiene 50 millones de páginas de testimonios y documentos. En un extremo del espacioso jardín un vagón de ganado como los que llevaban a las víctimas a Auschwitz, se asoma sobre una vías cortadas sobre un precipicio.
La disyuntiva se presta a la discusión. Si yo tuviera que escoger entre los museos que podemos llamar dramáticos y los didácticos, aún comprendiendo la intención de los primeros, quizá me inclinaría por los segundos, por temor a que la búsqueda de lo emocional predomine sobre el conocimiento y roce el espectáculo, como un parque temático o un museo de cera.
Me hubiera gustado acabar con un tema más optimista: el de los llamados Justos de las Naciones, personas no judías que salvaron a judíos en los tiempos de persecuciones con peligro de sus vidas. El Instituto Yad Vashém, establecido por el Parlamento de Israel en 1953, ha contabilizado y honrado, en vida o póstumamente, cerca de veintiún mil. No queda tiempo para hablar de ellos, de su acción generosa, valiente, y de qué modo muchos de ellos compartieron el fin trágico de sus protegidos. Pero sepamos que existieron Justos, hombres y mujeres ejemplares que arriesgaron su vida para salvar a sus semejantes. Sea su recuerdo una luz de esperanza.